Retrato de un incendio

 

Un grito de auxilio atraviesa la densidad del humo y se impone por encima del fuego y su intento de consumirlo todo a su paso. Él  oye con nitidez el grito desesperado que clama auxilio y se empeña con terquedad en seguir adelante. Atrás ni para coger impulso. Piensa. Recuerda un dicho popular que lo anima en su decisión: ''pa lante es que brinca el sapo, aunque le puyen los ojos''


En ese empeño de seguir adelante, de cumplir con el compromiso de salvar vidas, no se detiene ante los riesgos, las amenazas, los peligros del incendio, en todo caso, esos riesgos le permiten salpimentar con dosis de osadía su vida. 

Aquellos que lo miran desde orillas distantes y que iluminan con la pobre luz de un foco sus propios miedos, lo acusan de ser extravagante y de mantener una conducta irresponsable y soberbia. 


En silencio, secretamente lo admiran, pero son incapaces de confesarlo. A decir verdad, quienes lo conocen, afirman que él mantiene ante la vida una actitud sanchopancesca. La realidad, su realidad, lo ha obligado a no retroceder y sigue adelante sin calcular el peso de las derrotas.


Reconoce, que pese a sus esfuerzos, a la energía, a la voluntad y al coraje que imprime a cualquiera de sus acciones, los resultados últimos no dependen de él, ni de la fuerza de su aliento, ni del empuje irracional con el que acomete los actos. Está convencido, a fuerza de fracasos, que elementos ocultos, ajenos a su determinación y coraje, actúan a pesar de sus firmes decisiones y terminan por empujarlo a las crueles encrucijadas del olvido, a caminos que se pierden en el vacío. 


Para cualquier otro puede significar caer en los abismos del pánico, pero él está convencido de ser una pieza en manos de los caprichos del destino. La única respuesta posible ante estos naufragios constantes a los que se enfrenta, es aceptar, que el fracaso es una de las tantas posibilidades. Él asegura que el futuro no le pertenece, que es incierto, pero a pesar de su actitud fatalista, o quizás por ella, sigue adelante sin esperar nada, sin oponer resistencia y asegura que continuará así, hasta la hora de su ruina definitiva.


El grito que clama auxilio se repite ahora con mayor angustia. Es imperativo seguir adelante. Se apresura y cumple a cabalidad con la revisión del protocolo establecido. Ser arriesgado no se contradice con la seguridad: ajusta el casco, coloca los lentes de protección ocular y la máscara del aparato de respiración autónoma, comprueba que funciona correctamente y calcula que tiene apenas treinta minutos para salvar una vida. Sube el cuello del chaquetón. Pasa la mano por las presillas en forma automática y comprueba que están aseguradas. Como un último y definitivo gesto, ajusta los guantes y corre en dirección del grito de auxilio.


El sonido del fuego devorando lo que encuentra a su paso es el sonido aterrador de una voracidad asombrosa, que no conoce límite. Ese ruido es una alarma encendida y ronca, que advierte, lo cerca que se está de la muerte. Él entra en la estructura en llamas y se interna por espesos corredores de humo, con todos los sentidos alerta y al servicio de salvar una vida. Detrás de los pitones, sus compañeros hacen esfuerzos por enfriar espacios, frenar las llamas, apagar el incendio. Tiene escasos treinta minutos de oxígeno y espera salvar una vida, salir antes de que colapse el edificio.


Cuatro paños de manguera mantienen a raya el fuego, pero no logran dominarlo. Apoyado en la dirección del grito que oyó anteriormente, intenta orientarse en ese ambiente sofocante de desastre y caos. Con dificultad busca entre los escombros calcinados, intenta ver más allá de la densidad del humo y distingue un bulto agazapado en un precario refugio. 


Con el tiempo justo: sin fuerzas, ni oxígeno, ni esperanza, logra salir. Una vez más, él se enfrenta al fuego y al humo para rescatar a quien pedía ayuda desesperadamente, lo consigue y su primer acto al sentirse a salvo, es dar gracias.


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