Bajo la lluvia

 

El cielo está limpio, ninguna nube mancha la perfección de esta inmaculada claridad, un luminoso azul cubre la ciudad y promete un día sin sobresaltos, pero aquí llueve de improviso, en cualquier momento se desata una tormenta y no la anuncia el atronador estallido del rayo, ni la previene, la vertiginosa y silenciosa centella, esa línea refulgente que azogada y libre cruza los cielos y advierte las tempestades por venir. 


Pronosticar la lluvia en esta ciudad es un acto de adivinación, la ciencia falla, la atmósfera un misterio, el clima, uno más de los enigmas. La lluvia impredecible y desordenada como un muchacho, desata un caos y pérdidas totales, a cualquier hora sobrevienen los lamentos, pero también, bajo la lluvia, algún afortunado encuentra el amor que el destino le ha asignado. 


La ciencia no puede advertir los deseos de una nube gorda y pícara, que  aprovecha el paso del desaforado viento y peregrina, vaga sin rumbo por el inmenso azul que nos cobija y en busca de horizontes, por caminos propios, se escapa del rebaño y deja a las otras nubes, pastando rocíos, detrás de la montaña que bordea la ciudad.


Sin remordimiento alguno, solitaria y alegre, la nube se mece confiada en el viento cómplice, rebelde, navega en los vapores azules del cielo que nos ampara y para sorpresa de todos, la pícara nube, en silencio, abre grietas en su cuerpo gaseoso, se desinfla, se deshace y se convierte en aguacero sobre la ciudad desprevenida. 


Julian Jiménez, apremiado por el imprevisto golpe de agua, cruza la calle con imprudencia, un auto le frena encima, se oye insistente la chocante advertencia de una corneta y la insolencia del conductor contra el irresponsable peatón, que cruza la calle bajo los primeros y sorpresivos goterones. A Julian Jiménez no le da tiempo a maldecir el temporal, que desata ramalazos de agua en todas direcciones, Jiménez corre a guarecerse y en la puerta del café en donde espera salvarse,  dos cuchillos negros lo atraviesan, siente que la muerte lo ha tocado, que llegó su hora y lo confirma al ver,  que quinientos metros más allá, el sol ilumina la mañana y las calles permanecen secas, pero bajo esta cornisa improvisada, a las puertas de un café desconocido, la lluvia no perdona y se ensaña contra el endeble alero de aluminio que soporta con entereza la arremetida. 


La dueña de los ojos negros que lo acuchillan, viste su generoso cuerpo con vaqueros ajustados, blusa blanca y calza tacones, el va vestido de traje y audacia. Temerario, con el corazón herido y perdida la razón, Julian Jiménez la invita a pasar el repentino temporal dentro del café y le comenta. -En mi pueblo decimos, que  cuando llueve y hace sol como ahora: el diablo y la diabla están peleando-. 


Ella le responde, sin dejar de mirarlo. -En el mío, en cambio, decimos: llueve y hace sol, se casa un español-. 


Bajo este repentino chaparrón, Julian Jiménez encontró la fortuna que el destino le ha otorgado, el amor de su vida lo esperó bajo la lluvia y con la precisión de la letra escrita se cumplió el viejo refran de la voz popular, que la mujer de ojos negros trajo en su equipaje, en ese viaje de huida,  escapando de una noche interminable, de la sombra del hambre, del dolor de los vencidos.


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