El surrealismo de una ira descabellada

 


Para conjurar el despropósito de un conflicto, ese instante que parece eterno, en nuestra triste frontera inaudita.


Me enfado cuando tropiezo de nuevo en ese peldaño amarillo que conozco de memoria y me convierto en eco de sus trampas.


Cuando me equivoco y me entrego a enemigos anónimos, que me derrotan.


Cuando me enredo en esas imperfecciones de la realidad, en ladinos grises y a plena luz del día,  caigo y me faltan para alumbrarme, las luciérnagas que guardo por puños en bolsillos rotos.


También me enfado, cuando improbables y desatinadas conclusiones me llevan a sonoros fracasos y en ese acto se deshace la frágil armonía que me sostiene.


Cuando confundo candelabros de estaño con iluminación genuina y en ese juego de engaños me pierdo en el borde de lo injusto.


Cuando las cosas me salen mal, pésimas, más allá de lo previsto.

 

En definitiva y sin poesía: yo me enfado en el momento en que soy consciente de mis  errores, de mis faltas, de mis desaciertos, de mis múltiples desatinos. 


Me exasperan los descuidos y un furor estrafalario me enceguece hasta la locura, la furia me envuelve entre ásperos pliegues que me someten.


 Mis equivocaciones, todos mis defectos,  desfilan en una pantalla de plasma.


En ese momento crucial, al sobrepasar los límites de la razón, quiero entre saltos justificarme, pero me es imposible asomarme a los principios que me sostienen.


Rehuyo a toda costa la cólera y en un intento desesperado por alejarme de ese trance, que siempre me vence, evito acercarme a encrucijadas, a las esquinas del odio.

 

La razón es un hilo tenue trenzado con la soberbia, ambas, en pugna permanente, deshilachan la cuerda, me conducen al conflicto y se rompe el delicado equilibrio que me sostiene.

 

Un detalle menor, inadvertido, rasga la delgada gasa y se sueltan los demonios. 


Una orden que no se acata de inmediato.


Una indicación que no se cumple.


El silencio como respuesta.


Una palabra mal acomodada.


El asomo de un gesto inesperado, un mohín de desagrado.


Ayer, una simpleza rompió la gasa y se desataron tres de mis temibles demonios.


Un demonio de acero afilado se apoderó de mi lengua y escupió palabras como cuchillos, hirió la tarde hasta  la sangre.


Otro de mis aborrecidos demonios, llevó mi pensamiento por los caminos del engaño, de la adulación y logró que justificara un acto irreflexivo, reprochable, bárbaro.


El último de mis demonios sorbió la inteligencia y empujó hasta los intestinos el talento para el equilibrio y allá dejó mi capacidad de raciocinio, entre la bilis, entre las heces y aún hoy no he podido rescatarla.


Escribo estas líneas en un intento desesperado para pescar la razón perdida.


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