El tío Armonía

  

Armando camina por callejones estrechos y se pierde distraído en el laberinto de viviendas entregadas a la inclemencia del olvido, indolentes, las casas  muestran las paredes sucias, la pintura descascarada y una que otra perforación de bala. Los improvisados constructores levantaron las precarias estructuras con la esperanza de hacer mejoras cuando el tiempo lo permitiera, pero esa hora se hizo esquiva y nunca llegó, alzaron vertiginosamente sus refugios con la urgencia de la necesidad, sin orden alguno, con escasos recursos, ausencia de planos y terminaron construyendo un laberinto. En una noche los ranchos se multiplicaron como ronchas sobre ese terreno baldío, era un cobijo temporal, pero lo temporal se hace eterno en estos rincones.


Ninguno de los residentes actuales recuerda quien bautizó este lamentable escenario de escasez con el orgulloso nombre que representa indoblegables esfuerzos -Barrio La Lucha-. 


El nombre se convirtió en estigma o maldición y marca a los residentes y su eterna lucha por sobrevivir, la vida para estos desprevenidos habitantes es una incesante lucha por mantenerse y lograr salir, con algo de suerte, de las desgracias que llueven con insistencia desde todos los cielos.


Armando camina sin detenerse, su total atención está en localizar un detalle que le señale el lugar que busca, intenta llegar a una determinada casa sin ayuda, con las escasas pistas que posee, pero no lo consigue y está perdido. 


La sensación de fracaso y el temor de lo desconocido lo tira de las piernas, lo mantiene en movimiento y lo conduce directamente al callejón del miedo y la desesperación. Antes de cumplirse el inevitable plazo de la rendición y de regresar derrotado a terrenos conocidos, la providencia viene en su auxilio disfrazada de niño. El muchacho lo vio pasar varias veces por el mismo lugar, sabe que no pertenece a estas calles y lo sigue con curiosidad, de cerca, intenta que el extraño descubra su presencia y finalmente en una esquina lo enfrenta y dice.


-Estás perdido y no eres policía, sí de casualidad vienes a buscar novia, tengo que advertirte, que en este barrio todas las mujeres están comprometidas y somos muy celosos, no te aconsejo una novia por estos lados. 


Luego de esta introducción la pregunta se hace obligación y el espacio que deja la conversación es para dar explicaciones.


-¿A quién buscas?


Armando Arenas lo mira sin desconfianza, es un muchacho quien le habla y en el tono no encuentra amenaza alguna y sin otra alternativa, cargando las palabras de esperanza, contesta.


-Busco a un hombre, pero no se su nombre, me informaron que vive en este lugar, que su casa debe estar al fondo de las escalinatas, pero aquí cada veinte pasos se abren peldaños, surgen escalones como grietas. El hombre que busco es un extraordinario músico y está enterrado en alguna parte de este barrio.


El niño lo estudia con atención, confía en su instinto y quiere descubrir las intenciones de este desconocido, que se arriesga a entrar al barrio. En apariencia Arenas pasa la prueba, porque luego de la inspección el niño le dice.


-Estás buscando al Tío Armonía, pero llevas las manos vacías y así no te recibe. Yo te puedo llevar, pero tenemos que pasar por la bodeguita de Bartolo y comprar una botella de aguardiente, a esta hora al Tío Armonía le tiemblan las manos y necesita un trago para emparejarse.


Armando se deja llevar, no encuentra malicia en las palabras del muchacho, compra la botella de licor y baja por unas escaleras estrechas, toca la puerta y espera escoltado por el niño. Un hombre de piel oscura aparece detras de la puerta, es delgado hasta los huesos, lo cubre una vieja franela, jeans gastados de color azul y calza unas sandalias destruidas. Armando le entrega la botella en silencio y el hombre los deja entrar. En la humilde sala falta de todo y sobran instrumentos. Armando reconoce extrañado un charango, un bombo, una maraca de percusión, un bongó doble, una flauta dulce, un cuatro, varias guitarras, un bajo enorme y muchos más. El silencio se mantiene, se sientan en sillas destartaladas, el hombre bebe directamente de la botella y Armando finalmente habla.

 

-Mi amigo Héctor dice: que tú eres el único que puedes ponerle música a esta letra, inmediatamente le entrega un papel manuscrito.


El hombre lee y pregunta.


-¿Qué voz canta?


-Es voz de mujer, de bolero, de despecho, de adioses, de noches regadas con abundante ron y la garganta atormentada con el humo de innumerables cigarrillos. La letra está escrita para esa voz que me desvela desde el momento en que la oí.  


-La letra no es de bolero.


-Esa es precisamente la dificultad.


-Tengo que oír el tono de esa voz para ajustar la melodía, tráela mañana.


El hombre mira el miedo en los ojos desorbitados de Armando, la duda de exponer a la cantante a un riesgo innecesario y a manera de explicación, con la clara intención de tranquilizarlo, luego de beber de la botella un trago largo, comenta.


-Los instrumentos no me pertenecen, son del barrio, un día los dejan y luego aparece alguien, seguramente el mismo que lo dejó en la puerta, que quiere aprender a tocarlo y yo le enseño, soy prisionero de los acordes.


-Hace mucho tiempo yo inicié un viaje sin retorno, me abandoné a los demonios, estoy entregado a la música y de aquí no salgo. Tienes que traer a la intérprete.


Al salir de la casa del tío Armonía, Armando pregunta al niño.


-¿Puedes esperarme mañana en la entrada del barrio? No quiero perderme de nuevo.


- ¿Cuánto hay pa  eso? Contestó el muchacho.


- Lo que pidas. Dice Armando. 


Y se entrega sin ninguna resistencia al son que le toca el Tío Armonía.


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