Caricatura de Rayma o un instante insólito
Mi madre tiene 90 años cumplidos, es firme en sus convicciones e inflexible en sus decisiones, ha tomado todos los riesgos y vive sola. Está determinada a operarse, yo digo que para vivir más, ella afirma que para vivir mejor, esta es una incógnita que no intento resolver.
En estos últimos tiempos le ha visto la cara de cerca a la muerte y no se arredra, mantiene con terquedad la osadía de entrar a un quirófano en Venezuela, ella, que conoce los peligros que enfrenta, que conoce de primera mano que hay ausencia absoluta de los implementos necesarios para acometer ninguna intervención, ni siquiera una cura de emergencia es posible acometer con alguna seguridad, lo único que abunda es la sangre de los inocentes regada en las calles y esa no le sirve al Banco de Sangre.
Mi hermana entra en pánico, es la única que está cerca y como todo al que le ha tocado ir a una clínica, sabe que en Venezuela la firma roja de un déspota ha declarado la muerte al sistema de salud y en todo el territorio nacional. Avala la corrupción, la incompetencia, la violencia, la inseguridad, la impunidad. El genio de Raima lo grafica en su última caricatura antes de ser despedida del diario El Universal.
Aterrorizada mi hermana llama a mi hermano menor para que acuda en su auxilio en este delicado momento, que la acompañe en este trance; que esté allí en la sala de espera aunque sea en silencio, o también, si fuera necesario, para correr en cualquier dirección a buscar lo que haga falta, porque en las clínicas se trabaja con las uñas y la escasez es congénita con este proceso que lideran los cubanos, la escasez, las carencias, el hambre como otra forma de dominación. Mi madre carga a cuestas 90 años y a estas alturas el cuerpo no espera mucho para despedirse, para abandonar este mundo.
Mi hermano contesta con un hilo de voz apenas audible desde la cama, entre los sudores de la fiebre de chikungunya, epidemia que azota todo el país y a valencia con fuerza. Estas fiebres intermitentes lo mantienen en un sopor desde hace una semana y los huesos se resisten a permanecer en pie y a cualquier movimiento. Está sujeto a las alucinaciones provocadas por esas calenturas, su esposa y sus hijos se multiplican para atenderlo, se dividen en búsqueda incesante de patas de pollo, para las sopitas reconstituyentes, se turnan entre atenderlo y hacer la cola en el mercado, a ver que pueden encuentrar para alimentarlo, para curarlo. Con resignación y comiéndose la rabia colocan su huella digital para poder comprar lo que consiguen, bajan los ojos para que no les vean lo encendido de la ira al pensar: no hay derecho para tamaña vejación.
Obligada por las circunstancias, por lo adverso del momento, por el tránsito de esta angustia, mi hermana llama a la mayor de todos nosotros, que vive en el interior del país y ya carga con setenta años cumplidos y está dedicada a los nietos y al marido. Quiere pedirle que venga una semana a su casa, que apenas son cuatro horas de viaje hasta Caracas. Nadie responde el teléfono, insiste y ahora más preocupada por mi hermana que por mi madre, con la angustia que le come la garganta llama a una de las hijas de mi hermana y con una pesada resignación la sobrina le comenta que el río Turbio se desbordó, se llevó el único puente que los comunica, que al pobre puente lo abandonaron sin mantenimiento desde hace 14 años, que su mamá tiene tres días aislada sin agua, sin luz, sin teléfono; pero que parece que están vivos, que ella está esperando que bajen las aguas para poder entrar a la urbanización porque en Defensa Civil están ocupados atendiendo emergencias en Cuba y en África y nuestra gloriosa Guardia Nacional está combatiendo contra el Imperialismo en el medio Oriente, apoyando a Hamass en Palestina, persiguiendo mujeres sin Burka en Irán.
Mi hermana está a punto de gritar lo único que se le ocurre, esa frase aprendida desde niños y dirigida al dictador “EL COÑO DE SU MADRE”
Me llama por teléfono desesperada a Santiago de Chile, se atropella con las palabras, con la impotencia que la arrincona, pero ella se resiste en la frontera de acciones desesperadas. Mi hermana dominada por la impotencia y la cólera, me explica a los gritos este insólito instante que le tocó vivir sola, sin apoyo. Va hilando una tras otra las cuentas de esta letanía de eventos insospechados, finalmente antes de que se le quiebre la voz grita ¡Puede fallar la luz en el quirófano! Contiene la rabia, se traga la desesperanza.
Aparentemente calmada, en otro tono, comenta sin cinismo, uno por uno, los pasos que conforman el drama que vive a diario quien necesita atención médica:
Necesitas llevar la aguja para cerrar la herida si te cortaron o dispararon en un atraco. Es más fácil que te asalten, que conseguir aceite, o una aspirina. Muchas personas que han podido comprar las agujas las llevan en sus carteras para no morirse de mengua sobre la camilla.
Finalmente mi hermana guarda silencio y en ese momento trato de llevarla nuevamente a la calma, recomponerla, sí eso es posible y con determinación le informo que voy a comprar un boleto y salgo de inmediato para Venezuela, que no la dejaré sola en esta encrucijada. Te llamo luego, digo y cuelgo el teléfono.
Soy un iluso, o quizás simplemente uno que no vive el día a día del venezolano. Me enfrento a una realidad desconocida, a la crueldad de la dictadura que no deja rendijas y choco contra un escenario brutal, que me desconcierta.
La mayoría de las líneas aéreas suspendieron sus vuelos porque el gobierno no les ha cancelado más de cuatro mil millones de dólares que les adeuda, no hay vuelos, las pocas líneas que vuelan no tienen cupo, no hay boletos. No puedo ir y tampoco se puede salir de Venezuela cuando se quiere, estamos a la deriva, o simplemente a la buena de Dios, en las perversas manos del dictador.
Llamo de vuelta a mi hermana descorazonado, la llamo sin saber que decirle y al oír mi voz advierte el desconcierto. Mi hermana me ahorra los detalles de las gestiones fallidas y no me deja explicarle lo que ya sabe y sufre en carne propia y dice con todo el peso del país encima: Colgaste el teléfono antes de que pudiera explicarte que no hay boletos para Venezuela y que si consigues llegar no tienes ninguna seguridad de poder salir del país cuando quieras, que las reservaciones no valen nada, que en Venezuela no hay seguridad, legal, ni jurídica, ni personal, que se entra bajo el propio riesgo del pasajero.
Agradezco el detalle y su comprensión, termino diciéndole en un intento desesperado por darle aliento: recuerda que mamá tiene sus mañas, que está protegida de los males terrenales por sus ejercicios espirituales, que justamente decidió operarse mientras los muertos están de fiesta y así pasar inadvertida y salvar la vida.
Finalmente, nos reímos un rato en buen venezolano de nuestras propias miserias, de nuestras sublimes desgracias. Cuelgo el teléfono y escribo este texto y me entrego en oración permanente hasta que mi madre salga del quirófano.
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