Contribución a un improbable diccionario de palabras en desuso

 

 A la familia. Por los recuerdos.

 

Un carcamal convertido en musulungo, que alguna vez fue un tragaldabas, maneja un roñoso catanare, de improviso el carro tose, escupe nubes negras de humo denso y ante la incertidumbre de quedarse varado en medio de la vía, con miedo de llegar tarde a una cita impostergable, lo estaciona de inmediato para no correr riesgos innecesarios.


Saca sus macundales y camina con lentitud hasta la parada de la guagua. Es todo un personaje. En la calle, su facha de estampa antigua se distingue desde lejos y algunos miran su pinta entre extrañados y divertidos. El vejestorio viste camisa de popelina estampada de flores menudas, que estuvo de moda en tiempos sin memoria. Lleva jeans desteñidos y ruyios, chancletas de cuero esguariladas, el cabello largo negro y chamisuo, lo recoge en una cola de caballo.


A pesar del inconveniente con el auto, llega a tiempo al cuchitril en donde ensayan. Es un tugurio escondido en un sótano, una pocilga llena de peretos viejos y chuchumecos, en desuso. Al dar un vistazo rápido se tropieza con innumerables cachivaches de todo tipo arrumados en las esquinas: una batea de peltre reventada, un canarín desfondado, una alacena con los vidrios rotos, cipotes desconchados. A cualquiera que entre por primera vez y se encuentre con este carapinche le puede dar un patatus, un yeyo. Pero él está acostumbrado a estos espacios infames y entra como un pachá en un castillo, los músicos, todos jóvenes, lo reciben entre abrazos y coscorrones, con cariño, respeto, afecto y mucha admiración.


Se coloca en posición y comienza a curucutear entre sus bártulos. Despacio, saca una esfera tejida con cabuyas y semillas, también un carapacho de morrocoy y de la busaca, salen a relucir los corotos, peroles, guarandingas impensadas. Con paciencia y método, las alinea frente a él. Los muchachos del grupo afinan los instrumentos, prueban los sonidos, ajustan el volumen. 


Sigue jurungando y saca de la mochila el bastimento. Antes de iniciar el ensayo cumple con un rito y con cuidado de no hacer un pichaque, se sirve en un pocillo desportillado un chorro de cocuy de penca, se toma un trago largo, que aliviana la sangre y por un instante se siente levitar.


Sobre el catre desvencijado, cubierto con una colcha nueva, se apretujan en frágil equilibrio dos muchachas y una mujer madura. Son tres desconocidas, es la primera vez en todos los ensayos que tienen público, no parecen zafias, ni boleras, ni tampoco novias de los muchachos, no son safriscas, guardan silencio y se mantienen atentas a los detalles de la música que tocan.


Al finalizar el ensayo, que esta vez de puro milagro no resultó un zaperoco, ni se armó ningún zafarrancho, la mujer madura se le acerca sacándole cuadros. La cota que lleva es de cuello redondo sin mangas y deja ver los hombros bronceados y los brazos desnudos, en cambio, los pantalones anchos esconden las canillas y la boca pintada de carmesí le recuerda la canción de la bemba colorá.


-Quiero producir el disco. Dice la mujer.

-No soy el dueño de la banda. Dice el carcamal. Soy apenas el percusionista y no quiero ser maluco, ni mal agradecido, pero el jefe es aquel muchacho.


-Ellas son mis ingenieros de sonido. Puedo asegurarle que nunca antes habíamos oído la intensidad de colores que logran imprimir a las notas, toda la música que tocan se llena de espacios luminosos y con tú intervención el ritmo adquiere otra dimensión.


Quiere salir en golin golin, llegar a la cochinchina si es posible, mandar a esta mujer al mismísimo sipote. Mujeres como esta lo han llevado siempre por el camino de la amargura, pero no es capaz de huir de su destino y dentro de la cartera, el pitador se alebresta, cuando lo oye invitar a la madura de la bemba colorá a tomarse un ron.

 

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