Las cargas del camionero

 

Son las tres y treinta de la tarde. El sopor de la hora se mete en la cabina del camión y me abruma, el viento, el brillo del sol sobre la carretera desolada y el calor, juegan con la densidad de los vapores sobre el asfalto y crean espejismos. Necesito espantar el agobio que intenta adormecerme y seguir adelante sin detenerme. Tengo miedo.


Los conductores somos prisioneros de las eventualidades, de los encuentros desagradables, de las sorpresas, de los accidentes y las pérdidas.

 

Los imprevistos son la pesadilla que amenaza a los camioneros, incluso, a los más avezados, que nos aventuramos con más necesidad que buena voluntad a los caminos y tragamos asfalto, respiramos polvo, acompañamos al día en su largo recorrido y seguimos sobre la carretera en el momento en que el sol se marcha y salpica de ocres y rojos encendidos los cielos con un adiós de sangre. 


Los camioneros permanecemos en el camino y conducimos sin detenernos a la misma velocidad, incluso, cuando se apagan los colores contra la amenaza de violentos violetas y se inician otros contratiempos con la llegada de la noche.


Yo prefiero conducir de noche, pero el país y mis necesidades económicas no me permiten escoger los momentos para viajar. El día y la hora de transportar la carga no me pertenece, el dueño de mi tiempo es otro, otro quien impone las condiciones que yo acato y obedezco.


Al recibir la llamada para un nuevo trabajo, los conductores aceptamos el encargo en silencio, estamos siempre disponibles, una negativa implica perder la oportunidad de cargas futuras, esa es la primera condición de ese acuerdo tácito entre el camionero y quien lo contrata. La segunda condición es no indagar sobre la carga, nuestro trabajo es transportarla y entregarla según las indicaciones recibidas de antemano. La tercera condición es viajar sin acompañantes, tenemos prohibido tomar pasajeros en el camino.


Estas normas son nuevas y las dicta el dueño de la compañía que reparte las cargas, un General de la República que exige su estricto cumplimiento. Los negocios son ahora de los militares, son ellos quienes tienen las conexiones y las oportunidades abiertas. Nosotros, en cambio, dueños de los camiones y de la voluntad de manejarlos, prestamos un servicio independiente. El General, al pagar por nuestros servicios de transporte, compra, además, nuestra obediencia ciega.


Aquí se vive sobre un polvorín, entre sombras permanentes que impiden ver el próximo paso. Lo que consideramos válido, confiable y seguro hoy, mañana puede ser todo lo contrario, la justicia dejó de ser el marco de la ley y estamos completamente indefensos. Sin ningún temor a exagerar: ¡Estamos a la buena de Dios!


Antes podíamos viajar de noche y aprovechar el fresco de las horas y el escaso tráfico, pero hoy no es aconsejable, es una temeridad. Los camiones sobre la carretera despiertan sospechas e iluminan en las carencias, en el filo de la necesidad, las malas ideas. Los camiones transportan comida, alimentos, productos necesarios que ahora faltan y su costo se ha disparado, al viajar de noche, sin la protección de la luz, en algunas personas toma entonces cuerpo el oscuro pensamiento de provocar un accidente y sin importarles la vida del camionero vaciar el camión. El hambre es mala consejera.


Ahora los camiones son cargados bajo rudimentarios códigos de silencio, en galpones clandestinos, con determinadas medidas de seguridad, protegidos por un contingente de hombres uniformados pertenecientes a las fuerzas armadas.


Esta mañana a las siete me presenté con mi camión para un viaje. A las ocho ya estaba la carga dispuesta, un candado nuevo cierra las compuertas y no me dan la llave. La ruta, las paradas previstas y obligatorias, el destino final, los encontré dentro de un sobre en el asiento del copiloto.


Son aproximadamente nueve horas de viaje desde Caracas hasta Punto Fijo, las cinco de la tarde es la hora fijada para la entrega de la carga, al finalizar esta jornada lo recomendable es dormir en Punto Fijo y regresar al otro día. 


Espero tener la suerte de llevar alguna carga de vuelta y completar un viaje redondo.


Al mediodía pasé por Puerto Cabello, desde lejos vi el Castillo de San Felipe, allí estuvo Miranda preso, al precursor de la patria lo mantuvieron encerrado en ese castillo antes de ser enviado al penal de las cuatro Torres, en San Fernando de Cádiz.


Otra quizás sería nuestra historia, sí ambiciones ajenas y la mezquindad de muchos no lo hubieran arrinconado a una capitulación y luego, sobrevino la denuncia y la entrega de sus propios compañeros de armas al enemigo. 


Desde esa primera República hasta hoy, la envidia, el resentimiento y las ambiciones han reencarnado en otros libertadores y nos han conducido a la desgracia de esta encrucijada.


Una vez en el Museo de Bellas Artes me detuve frente al cuadro pintado por Arturo Michelena: Miranda en la Carraca. A mi lado, alguien comentó sobre el academicismo venezolano y la técnica de escorzo utilizada, nunca supe de qué se trataba, pero la imagen pintada me conmovió.


Miré con detenimiento la tela, los colores, el cuerpo abandonado en el camastro, el desorden de la peluca y luego, casi en un descuido, sus ojos me miraron fijamente y me invadió la desesperanza, un soplo de desaliento me erizó la piel, el desánimo me aflojó la sangre y recuerdo que pensé: 


Duele más el engaño y la cobardía de los compañeros, que la prisión.


Pasadas las dos de la tarde llegué al lugar previsto, una estación de gasolina y un restaurante de carretera, aquí pongo combustible y me sacudo el agobio con un almuerzo contundente. Atiendo primero el camión y lleno el tanque de gasolina, al comer no le quito los ojos de encima al camión, cuido mi única y más valiosa propiedad. En un pestañear dos extraños se bajan de otro auto, dan una peligrosa ronda y uno de ellos intenta abrir mi camión, robarlo. Sin terminar de comer me levanto y corro dando gritos, los hombres sacan unos pistolones, me quedo a mitad de camino petrificado, se oyen disparos, los hombres caen al suelo, seguramente muertos, la sangre se escurre entre las grietas del asfalto, el carro que los trajo hasta aquí huye a toda velocidad.


Un desconocido se acerca y me dice.


-Arranca el camión-. -No te detengas en ninguna parte hasta entregar la carga-. -Te marcaron-. -No te preocupes-. -Estás protegido-.


Con temblores y mucha dificultad enciendo el motor de mi camión y retomo el camino, dejo atrás la bomba de gasolina, a los muertos y también las preguntas. Me acompaña el susto y no me atrevo a pensar cual es la carga que voy a entregar.


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