Aguijón de alacrán

 

El látigo de la edad impone el ritmo a la vida. El almanaque transcurre inflexible y nos obliga a ver desde esquinas distintas el camino que atravesamos. El yugo de los imprevistos, la fuerza de lo inevitable frente a la incertidumbre del próximo acontecimiento, nos asigna el ángulo de mira que corresponde y en perspectiva, bajo el tono de amargas sincronías  observamos transcurrir la vida frente a nosotros. La carga de los años nos obliga a mantener una posición determinada, una actitud acorde con el peso de la edad, para poder enfrentar los sucesos que nos tocan vivir con cierta dignidad.    


La vida dividida en etapas, en ciclos, en épocas, se diluye con el paso de los días que minan nuestros impulsos, doman los bríos  y nos obligan a aceptar, casi con indiferencia, esta lamentable condición donde imperan los achaques, el cansancio, el abandono.


A mis setenta años cumplidos no puedo negar que estoy viejo, que las arrugas han desdibujado el rostro, tanto, que dan pena, y no me dignifican. Tampoco niego que las fuerzas físicas me abandonan y me llevan a escandalosos límites de decepción.


Yo intento sobreponerme, mantengo mi optimismo intacto y acepto sin miedo la disminución de mis condiciones. Con los años he perdido los reflejos y corro el riesgo de caerme en cualquier momento, los huesos se han convertido en bolsas de harina y en la noche, debo interrumpir el sueño y levantarme para ir al baño dos y hasta tres veces. 


A una hora imprecisa de la noche la urgencia de ir al baño me despierta, la fuerza de la costumbre condiciona los sentidos y me despierta y me levanto obligado por la necesidad. A diferencia de otros viejos, no tengo la costumbre de utilizar pijamas y duermo en calzoncillos, tampoco uso pantuflas y no pierdo el tiempo buscándolas en la oscuridad. Salto de la cama y al poner el pie en el suelo un pinchazo en el dedo me hace  levitar, pero no puedo detenerme, renqueando y de cualquier manera llego al baño y apremiado por la necesidad y el dolor, orino sentado.


Estoy seguro que me picó un alacrán, una gota de sangre mancha el dedo gordo del pie derecho, el veneno avanza, el dedo crece y se calienta, siento el aguijón enterrado bajo la piel. Debo encontrar al alacrán, es importante llevarlo al hospital, para que lo examinen y puedan aplicar el antídoto correspondiente. Enciendo las luces, busco con  desesperación por todos los rincones de la casa, el animal ha desaparecido, pero el dolor se mantiene.


Me visto, logro calzarme los zapatos a pesar de la hinchazón en el dedo, llamo por teléfono y solicito los servicios de un taxi que me lleve a la clínica. A mi edad y con fallas de la vista tengo expresamente prohibido  conducir en las noches.


En urgencias le explico al Doctor: que me picó un alacrán, que lo busqué y que no lo encontré, que debo tener el aguijón en el dedo. El Doctor me mira  con desconfianza, casi con burla. No me cree. Es otra de las desventajas de llegar a viejo, no nos creen y dudan de nuestro buen criterio.


El Doctor ordena una ecotomografía de partes blandas. En silla de ruedas me trasladan a un cubículo y me realizan el examen, el Doctor pasa por el dedo afectado la esfera de un grueso lápiz conectado a una pantalla, en donde se refleja la imagen de un cuerpo extraño, lineal, ecogénico, de 16 mm de longitud y 1 mm de ancho, localizado a 2 mm de la superficie cutánea. Me llevan al pabellón y en un procedimiento quirúrgico logran extraerse una aguja de coser.


Dos días atrás había cosido un botón a una camisa y en un descuido involuntario, dominado por las prisas, por la indolencia, ganado por la desidia, no me tomé la molestia suficiente para buscar la aguja, que cayó al suelo y terminó por clavarse en el dedo gordo de mi pie derecho. 


Comentarios

Entradas más populares de este blog

Veintisiete apuntes desordenados

02262024 -96-

Descabelladas suposiciones descubren un enigma