Una respuesta a Miguel Ángel, dueño de las imágenes


Hoy es martes, es trece y pueden las desgracias hacerse presentes. 


El hombre es un sobreviviente, sostuvo el invierno sobre sus hombros acechado por la muerte, como todos. Esperó la primavera para ver sus rosas iluminar las mañanas españolas y desde su ventana mira al mar cambiar los colores cada día. 


Hoy martes trece y a las tres de la mañana, en medio de un inconcluso sueño de verano, abre los ojos sin ningún temor a la oscuridad, se despierta y lo alcanza el silencio. El silencio lo abruma, la ausencia total del sonido lo envuelve en una nada espesa que lo agobia al punto de paralizarlo. El silencio es de hielo y ausencia, sin poder moverse, estático, abatido por lo absoluto de este silencio en la madrugada de un martes trece, mira con extrañeza asomar la luna por el filo abierto de la cortina.


En el mayor de los silencios el hombre recurre a las palabras y escribe en una página de su memoria: la luna se desmigaja para acariciar la sierra, porque se ha enamorado de los pinos, que recios y vestidos con la intensidad del verde se levantan para besarla, la luna corresponde a ese amor desmesurado y se hace espejo en la piedra y luz en los labios de una moza y en ese instante, la luna que es plural, se hace sangre, dolor, poema, el plateado reflejo de cuchillos en el mar.


Mientras repite las palabras para no olvidarlas, un viento bandido empuja una nube y esconde la luna. El silencio lo arropa y regresa al sueño. 


Al despertar, la mañana canta en la cocina y él intenta recordar las palabras que la luna le dictó, pero no lo logra y una vez más el olvido gana la partida y se cumple inexorable el infortunio que marcan los martes trece. Él termina por aceptar con estoicismo su sino, es un escritor que perdió el camino.

 

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