El reto del cambio


Me sumerjo en la áspera vigilia, en el exhaustivo y permanente examen de mis actos, entro al círculo cerrado de mis pensamientos y me entrego al repaso constante y minucioso de mi conducta. 

Con meticulosa atención, en los extravíos de los recuerdos, observo mis acciones y sus consecuencias. La vergüenza de las faltas, ese oscuro animal que me posee, me abruma. Es atroz el peso de la culpa.

Necesito con urgencia justificar mis lamentables caídas, mis irritantes omisiones, mis penosos descuidos y encontrar el origen de mis  deplorables tropiezos. Avergonzado busco una decorosa salida que me redima para no enloquecer humillado por la pena. La idea de ser una pieza del destino, empujado a un camino trazado de antemano en el que se han escrito mis continuos desaciertos, me permite un respiro, un vago sosiego.

Impulsado por un deseo irrefrenable de escapar de mí mismo, de los reproches que utilizo para censurarme, de las recriminaciones con las que señalo mi responsabilidad, salgo a la calle con la angustia mordiéndome la garganta, oprimiendo el pecho y las costillas. Con los pasos apresurados de quien perdió el rumbo en los linderos del disparate y necesita con urgencia encontrar la huella extraviada, me interno por calles desconocidas.

Espesas nubes terminan por ocultar el sol y sin aviso alguno se inicia una lluvia persistente. A pocos pasos se abre un túnel estrecho y sin pensar, para escapar de este aguacero pasajero, entro y me interno en la oscuridad. Las paredes de mosaicos hexagonales están unidas de forma tan peculiar, que asemejan las escamas de una víbora, camino a tientas por este oscuro pasadizo zigzagueante que se alarga con desconsideración y me obliga a creer que el túnel ha mutado en una serpiente descomunal. En el momento que pienso en regresar obligado por el miedo, una luz pálida me señala que la salida está próxima.

Al salir del túnel encuentro un parque enorme, la brisa fresca y limpia murmura secretos antiguos a las grandes ramas de los árboles, el canto de una oropéndola y la algarabía de los loros me da la bienvenida. La nostalgia de una infancia feliz, sin errores, sin culpas, se mete en la sangre.

Cruzo el parque con los pasos del niño que fui, se intensifican los colores y puedo diferenciar el olor de las distintas variedades de flores que crecen por montones. Entro a un sendero de eucaliptos y reconozco los tonos que marca la brisa al bailar entre los árboles, la alegría de las hojas al ser acariciadas, los aromas de la tierra, mi respiración es otra y el corazón palpita en dulce armonía con esta tarde.

Sentado bajo la protección de los árboles entro a un estado de misticismo contemplativo que hasta ahora me era desconocido. A mi alrededor se forma una tromba y surge del centro de ese imprevisto remolino la voz de mi maestra de sexto grado. La señorita Aranguren, que una vez más me alecciona. Es necesario, dice: -asimilar los fallos, los errores-. -Aquellos que no logran aprender de sus equivocaciones y superarlas, obligan a fuerzas superiores, a repetir una y otra vez las acciones, hasta que se aprenda la enseñanza oculta en el dramático suceso-. -Quien se niega a aprender será cruelmente sometido, en cambio, quien acepta los errores cometidos iniciará un proceso de transformación vital, de crecimiento espiritual-.  

Regreso a mi casa con la firme decisión de aprender de mis errores, de cambiar. Tengo el poder de hacerlo y elijo cambiar por mi propio bien.  Repito con seguridad: -yo soy capaz de cambiar y estoy dispuesto a enfrentar el reto que ello significa-.

Me aferro a la sentencia de Dionisio Areopagita: -si yo cambio, el mundo cambia-.

 

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