Pepe. El Barman

 

 

Pepe llegó en esa oleada de hombres que huían de la España herida, de ese momento insufrible que se llamó la República. Cruzó el océano  perseguido por el  dolor de la pérdida, de los adioses y la muerte. Era un viajero con su carga de emociones y lágrimas contenidas.

 

Hace más de diez años lo conozco, me enseñó el oficio con el que hoy me gano la vida, Pepe llega puntual cada día en bicicleta y asume sus labores detrás de la barra del hotel Alvear sin descanso, nunca lo vi tomar asiento, ni tampoco lo oí quejarse por motivo alguno. Al colocarse la pajarita negra en el cuello de la impecable camisa blanca, se transforma en el mejor barman que jamás estuvo en este hotel y lo digo yo, que he visto pasar por esta barra a una enorme cantidad de hombres, con sus certificados en orden, su experiencia intachable y también a otros, que por estar enchufados eran contratados sin requisitos.

 

Pepe era un desenchufado sin papeles, que con la intensidad de sus ojos azules y ese acento inconfundible que arrastra desde Pontevedra, logró ser el mejor barman del hotel Alvear. Vivió la época dorada, cuando el hotel era frecuentado por Ministros con y sin cartera, Directores de Organismos Oficiales, que movían la pesada maquinaria gubernamental con una orden y hasta el mismísimo Presidente de la República, caminaba sin escolta en un peligroso equilibrio entre las mesas y la barra. Era la época gloriosa del hotel Alvear, yo no la viví, oigo las viejas voces de antiguos asiduos, que cuentan épicas historias de esa época, perdida en las brumas del tiempo y que ya no regresará jamás.

 

El día que Pepe se marchó yo tomé su lugar. Me anudé la pajarita negra en el cuello de la impecable camisa blanca y me acomodé el rostro lo mejor que pude, dispuesto a oír infidencias ajenas.

 

Pepe me recomendó para ocupar  su puesto, yo había aprendido el oficio del mejor maestro. Incrédulo, el Gerente del hotel se negó al principio a aceptarme, pero mi mentor insistió y le dijo. -El único criterio de verdad que yo conozco es la práctica, el muchacho está listo-. !Pruébelo!

   

El día que Pepe dejó el Hotel me invitó a dar un paseo y comenzó diciendo: quiero que sepas que detrás de  la barra, nos convertimos en esponja y se hace costumbre retener entre los vapores del alcohol y el humo de los cigarrillos, palabras sueltas, frases, intenciones, que luego podemos convertir en historias, pero sobre todo, debemos guardar la compostura y tomar la actitud que corresponde, o la que esperan que tú asumas,  porque siempre serás cómplice de las confesiones que te hagan.

 

Soy un rojo, es lo que soy y no voy a dejar de serlo jamás. En el día de mis dificultades pude escapar de España, perdimos la República y no vamos a conquistarla nunca, un concierto de errores y fracasos la dejaron en las manos llenas de sangre de un facineroso.

 

Soy un rojo, un combatiente. En más de una oportunidad ataqué iglesias con bombas incendiarias y un cura de sotana, un cuervo, como alguna vez los llamé, un chupacirios, me salvó poniendo en riesgo su propia vida y un acto de esa naturaleza, no se olvida y se agradece siempre.

 

Yo estuve allí, gritando con la Dolores. ¡No pasarán los verdugos de octubre!

 

Mi novia se quedó en esa España de dolor, yo soy un hombre de palabra y ella confió en el juramento que  le hice: no olvidarla jamás, rescatarla de las trampas que le jugó la vida y hacerla mi esposa. Ella, convencida, esperaba con impaciencia la hora de escapar del horror y volver a estar juntos. 


Yo encontré una oportunidad única para traerla a mi lado sin riesgos, pero la cantidad de dinero que se requiere para tamaña empresa es inmensa. En el bar, todos son mis amigos, me confiesan desmanes, infidelidades, actos insospechados y sospechosos y para todos ellos tengo una palabra, un consejo. Se van a sus casas bien bebidos y embebidos a compartir en familia con la conciencia limpia y lavada  en alcohol. Regresan al otro día a contarme mayores iniquidades, maldades, injusticias, a liberar sus corazones y me dejan todo ese peso entre las sienes.

 

A todos y cada uno de estos incompetentes les pedí ayuda para traer a mi novia, unos guardaron silencio sin darme esperanza, otros se hicieron los desentendidos, miraron al costado. Incrédulo escuché de labios de un Director encumbrado, de un político recién vestido, que tuvo el valor, la desfachatez, de responder a mi llamado de auxilio con una sentencia lapidaria. -La persona que comparte con usted la barra por las noches, no es la misma que lo atiende a usted por la mañana, trate de no confundirse, ni confundirme, nuevamente-.

 

En ese momento logré absolver a quienes les pedí ayuda y la negaron y sobre todo a mí mismo, por un acto que no me reprocho, pero me pesa detrás de cada paso, porque no se corresponde con este oficio nuestro.


No hay confusión me dije al otro día: quién los atiende en la noche no es el mismo, que con pruebas suficientes los acusa en la mañana ante sus adversarios políticos y cobra legítimamente por los servicios prestados y participa en juegos de poder por los intereses mayores de mi propia causa.

 

Con el dinero que obtuve logré traer a mi novia y la convertí en mi esposa, cumplí mi palabra, mi juramento. Hace más de treinta años de estos sucesos y todavía esa acción me oprime el pecho.


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