El hilo de un recuerdo

 

A mis hermanos

                                                                        

El pájaro voló y aproveché la ocasión para irme entre nubes con alas prestadas en busca de lo que no se me ha  perdido, así decía mi abuela Carola. Y la memoria la trajo de regreso sin ningún esfuerzo.


Mi abuela entre costuras por pura obligación, sin elección. Mi abuela entre encajes, sedas, popelinas y paños de algodón. Menuda y siempre envuelta en el humo de aquellos cigarrillos que yo le compraba. Veinte cilindros apretados en una cajetilla dura y blanca con la impresión: Alas con Filtro, firmes y negras letras debajo de unas alas enormes y rojas.


Sesenta años después los cigarrillos han desaparecido y yo, tirado en esta cama, lejos de todo, sin mar y sin montaña, solo, en una ciudad ajena recuerdo la imagen de mi abuela grabada en un recodo oscuro de la memoria, que hoy se ilumina con esa expresión, tan suya y tan certera.


El humo gris se desprende y sube hasta el cielo de esos cigarrillos, ella aspira su encanto, intacto su aroma pasa por el delicado filtro y en un instante le crecen alas y puede volar y hasta desaparecer. Una vez más mi abuela regresa al pasado y deja los hilos descansar en sus carretes y olvida el chiquicha, chiquicha, chiquicha, de la Singer, su máquina de coser. 


El incesante sonido apaga la voz de mi abuela, esa voz que se precipitó al vacío de lo desconocido, que se perdió con en el humo de la pólvora sobre una mesa de apuestas y quedó suspendida velando para siempre un cuerpo en silencio. Mi abuela lo encontró tirado en el suelo, junto al ensangrentado juego de cartas y la apuesta que perdió.


Algunos testigos tocaron con insistencia su puerta a deshoras y ella corrió con sus escasos veinte años, descalza y en camisón de dormir por las calles polvorientas del pueblo, sus dos hijos pequeños quedaron en las manos compasivas de una vecina, que vigiló sus sueños esa única noche y Carola se quedó para siempre viuda y mi padre huérfano.


No recuerdo la sonrisa, ni las lágrimas de mi abuela Carola, no lloraba ni tampoco reía, concentrada en su mundo de nostalgias, con sus sencillos vestidos de corte A, el cuello redondo y cerrado, el dobladillo debajo de las rodillas y el invariable medio luto que distingue su viudez eterna.


El humo gris de esos cigarrillos que yo compraba, envuelve la mesa en donde esperan las tijeras, la escuadra, las tizas y los pliegos de papel verde, sobre los que traza los patrones para la confección de vestidos ajenos. El humo se disipa sobre la radio de tubos, sintonizada en una única emisora. Radio Reloj Continente.


Recuerdo a mi abuela fumando en las madrugadas. Arropada con el humo de los cigarrillos espera a mi padre, la acompaña el rítmico y monótono chiquicha, chiquicha, chiquicha, de la máquina de coser y el pavor de revivir otra pérdida.


Oye pasos en el zaguán, abandona la máquina y más tranquila camina a la cocina, calienta la comida con la que espera a mi padre, sirve la mesa ya dispuesta  y lo acompaña en silencio, sin probar bocado, sin una queja, sin un reproche, sin el cigarrillo. 


Con voz pausada en la distancia, oigo a mi abuela repetir consejas:


La vida hay que vivirla puntada tras puntada.


No debemos nunca dar una puntada sin dedal.


Aparece la enfermera, revisa la vía en silencio y sin gestos, se marcha sin hacer ruido con sus zapatos blancos.


No tengo tiempo de volver a los recuerdos, al salir la enfermera, el Doctor entra, camina directamente a la cabecera de la cama, me mira a los ojos y con el tono de voz aprendido entre estas camas de desahuciados, habla directamente de mi caso:


-Revisé los últimos exámenes, la operación no es posible, una intervención en tu condición únicamente prolonga el sufrimiento y no vale la pena ese sacrificio, nos queda esperar la hora final, falta poco-. -Voy a indicar algo más fuerte para los dolores-.


Asomo una mueca que intenta ser una sonrisa y digo con la resignación que nunca abandona los pacientes, con la entrega que acompaña a los enfermos:

-Seguramente me voy a morir en un mal momento, mi abuela Carola decía con atinada justicia-.


-Los viejos somos siempre imprudentes, hasta para morirnos-.


Comentarios

Entradas más populares de este blog

02262024 -96-

Veintisiete apuntes desordenados

Descabelladas suposiciones descubren un enigma