Las visitas de Enmanuel

 

Sólo para ser leído por

tus ojos profundos de montaña.

Sentidos por tu piel de leche

recién ordeñada y para que el

río que te enciende sin consumirte

se haga turbulento.


Apareces en puertas fantásticas, elásticas. Asomas despacio y sin anuncio. En  silencio. Simple y llanamente irrumpes con pasos de paloma, con esos ojos de mar llenos de peces luminosos y te haces dueña del espacio sin tiempo, que se me hace inalcanzable en la vigilia.


Llegas en una ola, eres espuma, apenas el rumor lejano de agua que va y viene trayendo caracoles, un rastro de cangrejos, las luces fugaces de un sol de agosto al despuntar el día.


Ausentes están el oro y la plata de tus manos y toda tu piel reluce en la oscuridad a la que me abandono, para vivir estos escasos segundos de tu visita como si fueran días y así, perdido en la luz de tus ojos, participar del poder mágico de estar juntos, sentir esa ilimitada fuerza que transmite tu presencia inigualable.


Vienes vestida de noche, es sencillo tu luto riguroso, por lo que pueda morir en el encuentro. Innumerables son las pecas que comienzan en el cuello y bajan en desorden, amotinadas en tu espalda, para desaparecer de improviso en la amplia curva de tus caderas, donde invariablemente me detengo a mirar tus campos de avena florecidos, para luego recorrerlos con mis manos de campesino.


Llegas y me susurras palabras imposibles, es un idioma que desconozco, pero adivino por el tono, por tus gestos. Ninguna mujer me habló jamás de esa manera y yo me pierdo en tus palabras.


Dulce es la voz, un rumor de quebrada temprana, garúa sobre techo de zinc. En esta hora de oscuros presagios, tu presencia invoca el futuro, me reconcilio con cada día vivido y se  agiganta esta condición de hombre, que daba por perdida.


Cuando amanece y las estrellas cansadas comienzan la rápida huida a la zona de las sombras y la luna observa, con el desgano propio de la rutina, desaparecer su corte nocturna y obligada toma el rumbo del exilio, en ese momento, sopla con fuerza, chocando contra los cristales de las ventanas, el viento implacable de las rupturas y anuncia tiempos de desastre.


En un inmenso remolino, el viento violento de las rupturas se alza con todo lo construido, se lleva incluso los momentos que se han quedado fijos en mi recuerdo y están presentes como una de esas fotos que miro colgadas en la pared.


El viento de las rupturas trae los fracasos, se confunde con los desastres y se convierte en remolino para alzarse con todo aquello que he ido atesorando y convertido en apéndice de cada instante vivido.


Luego, por orden, sin volverse caos, el temido viento envuelve las cosas más pequeñas y por último lo imperceptible, lo fugaz de una esperanza sutil, en fin, el viento de las rupturas se alza con todo para dejarme en medio de un campo abandonado, atravesado por un estrecho camino de piedras blancas.


Comienzo entonces sin perder la calma a construir un mundo nuevo, de la nada. Para que no me aten los recuerdos, ni las voces que alguna vez me desvelaron piso firme sobre la tierra, sacudo el polvo negro de las mentiras, me levanto por encima de los escombros de lo vivido, de los fracasos, del olvido.


Enfrento al viento de los  desastres con los dientes apretados y con la mirada fija lo empujo con tu nombre como escudo a su oscuro sitio de origen.


Regresas cada noche a sabiendas de mi soledad, de esta cara de cansancio, de mis largos -feroces- silencios. Te acercas precisamente cuando este mundo que comienzo a construir de la nada, se vuelve arena y se dispersa delante de mis pies y me quedo nuevamente con los ojos volados y las manos levantadas, rotas, a la mitad de un camino sucio y polvoriento.


Vienes en el momento de mis pequeñas, o mis grandes derrotas. Llegas cuando te haces realmente imprescindible y comienza a dolerme tu ausencia. Apareces convertida en el mejor de mis triunfos y yo lo levanto contra el viento de las rupturas. Invoco tu nombre como conjuro, lo repito una y otra vez sin cansancio. Me hago caja de resonancia para llamarte en los sitios más distintos, en los lugares más distantes. Enmanuel. Enmanuel.


Respondes a mi llamado y apareces con pasos de paloma, los peces inquietos y luminosos de tus ojos de mar iluminan con chorros de luz el horizonte nuevo que intenta volverse arena y dispersarse delante de mis pies, esfumarse entre las sombras, escaparse con el peso de los malos recuerdos.


Debajo del sencillo luto riguroso, tu piel espera mis manos ansiosas para inventar un universo distinto y acepta mis manos de campesino, empeñadas en limpiar tus tierras de sombras y de pasados, empeñadas en sembrar un futuro posible.


Vienes con los pies descalzos a detenerte justo enfrente de mí, que te espero desnudo, echado sobre la cama, las manos cruzadas bajo la cabeza, la mirada perdida en un punto impreciso que desaparece con tu sola presencia.


En medio de la noche relucen tus ojos de mar llenos de peces luminosos. Con un movimiento apenas perceptible, subes los brazos cimbreando tu cintura, todo es movimiento, tu cuerpo sigue el compás de viejos sones que llevas por dentro.


Juegas por instantes con el gafete que sostiene tu vestido, mientras forjas en una sonrisa de labios rosados y dientes blancos el medio día de mi vida. Espero sin aliento. Bajas los brazos, el vestido se desliza por tu cuerpo, por tu piel brillante y pálida como luna de enero, el vestido cae a tus pies convertido en un gato negro y se duerme al contacto de los tobillos.


Atraviesas la impenetrable oscuridad donde me refugio y avanzas hasta mí, susurras esas palabras imposibles que no puedo descifrar, pero adivino por el tono, por tus gestos: rumor de quebrada temprana, garúa sobre techo de zinc y haces de mí este incendio.


Desde el momento que apareces en silencio y sin anuncio atravesando puertas fantásticas, elásticas, yo no hago el menor movimiento, hipnotizado por tu presencia.


Vienes para acostarte a mi lado y siento el calor de tu cuerpo, el roce de tu piel, que huele a campo abierto, a tierra recién llovida, a pomarrosa. Con calma nos abrazamos y me invade una ternura sin medida al iniciar el rito de buscarnos, de encontrarnos en las líneas de piel, a detenernos en cada bifurcación de los cuerpos, acariciando las marcas, las heridas más profundas, intentando borrarlas al menor contacto.


Las paredes se han convertido en espejos incendiados en donde se repite cada movimiento de las manos, de las piernas, de los cuerpos que se acoplan. La puerta del cuarto es la profunda, la inmensa boca negra, el túnel de la noche por donde escaparás más tarde, cuando suene la hora de la retirada y la luna insistente se meta por la ventana y te llame, como si tú pertenecieras a su corte nocturna.


Con un último beso prolongas la  despedida, bajas de la cama y al tocar el piso con los pies descalzos, despiertas al gato que salta a tu cuello, para arroparte, para vestirte con el sencillo luto riguroso y corres hasta el túnel de la noche con pasos de paloma y desde tus ojos de mar llenos de peces luminosos una última mirada apaga el incendio y borra los espejos.


Hoy me duelen terriblemente los dientes, es un dolor persistente que me llena la boca de alfileres. Este es el anuncio de la llegada del viento que viene del norte, el de las rupturas, el que arrastra fracasos, se confunde con el desastre, se convierte en remolino y quiere arrastrar hasta el mínimo detalle que atesoro y convierto en apéndice de cada instante vivido.


Es la sensación de una próxima e irreparable pérdida lo que causa este dolor agudo, es la cercanía del abismo, la premonición fatalista de un nuevo y más terrible derrumbamiento.


Decido hacerle trampas a mi destino, salgo a oscuras de mi casa, de espaldas a la calle, la luna me acompaña en menguante, cierro la puerta con doble llave y con pasos lentos, firmes, sigo de espaldas sin dar la cara al viento, que desatado y furioso me busca. Camino de espaldas una cuadra completa, me doy vuelta justo en la esquina y con las manos en los bolsillos apretando piedras me voy sin rumbo.


Abro la mañana y rompo conjuros para nombrarte. 


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