Tormentas, tormentos y recuerdos

  

Esta tarde los vientos han exprimido a las nubes hasta la última gota,  se enfrentaron en un cielo impasible, nubes contra vientos y con la fuerza de dos contrincantes formidables chocaron esmeriles contra cuchillos y lograron sacarle chispas al cielo, despertaron antiguas voces de dioses o demonios, nunca se sabe y su ronco y aterrador rugido hizo temblar la tierra.

El sol decidió enterrarse en las montañas y aprovechó los grises para escabullirse en absoluto silencio de colores, casi con pena el sol se  despide de esta tarde cansado de este combate, que sabe inútil, como todo acto de violencia  y da paso a una noche particular. La noche  de luna negra.

Con estas condiciones atmosféricas terribles llega sin retraso este seis de julio, la temida fecha, la única encrucijada que intimida a las mujeres, a este abismo de interrogantes sin respuestas inmediatas, a este afán desesperado de  redefinir la vida. Al cumplidos cuarenta años, inician sin demora una exhaustiva revisión de aciertos, errores, logros, fracasos y en este impulso se rasgan la piel hasta la sangre, hasta el dolor, para llegar definitivamente a la disyuntiva de enfrentar este camino y torcerlo a su propia voluntad, o finalmente aceptar las condiciones que impone la edad, rendirse con dignidad ante el tiempo también es una opción.

Miran el pasado y se repiten con fuerza los innumerables reproches por decisiones tomadas y de las cuales hoy se arrepienten, regresan a las preguntas que alguna vez se hicieron y no tuvieron tiempo de contestar con los apremios de los 20 años. Con obstinada terquedad insisten en no aceptar la extraordinaria y encantadora imagen que duplica con fiel exactitud el espejo y deciden en cambio ver un enemigo atroz en esas formas que ha adoptado su cuerpo con los años y niegan como propia esa fotografía desdibujada, equivocada, exagerada, que les señala las líneas profundas, las marcas oscuras, las cicatrices, los nuevos defectos que se empeñan en anteponer a sus ojos.

Con la absoluta desconfianza que le tienen al fantasma del tiempo, no pueden evitar el pánico que significa trasponer una frontera de la cual no hay regreso, el pavor de perder en este paso la suavidad de la piel y el espanto, el terror ante la aparición de una hebra de cabello blanco escondida en sus cabellos, la alarma ante la falta de miradas, el asombro ante la pérdida del deseo.

Nosotros  no celebramos, ni conmemoramos, ni festejamos fechas, pero este día no quiero, ni debo, ni puedo, dejarlo pasar inadvertido. Ahora los niños duermen, ya están tranquilos luego del escándalo de los cielos y nosotros tomamos un chocolate caliente.

Entre uno y otro sorbo te digo entonces: quiero  entregarte en este momento un detalle quizás sin valor, obsequiarte en el día de tu cumpleaós un instante del pasado, traer al presente un fragmento de nuestra historia singular, un recuerdo que quizás olvidaste, pero yo mantengo intacto, un momento que ilumina cada uno de mis días y mantiene firme mis convicciones de seguir adelante a tu lado, para siempre, por siempre.  

Apenas nos conocimos establecimos puntos de encuentro y trazamos un mapa para transitar sin herirnos, marcamos con luces incandescentes peligrosas esquinas, que no pisamos y ambos evadimos con silencios, con cambios de dirección. Desde siempre, casi sin darnos cuenta entre situaciones y circunstancias buscamos excusas para encontrarnos, creamos esa urgente necesidad de estar juntos y aun no lo sabíamos, pero vivíamos en el remolino de encontrar nuestro reflejo en cada cosa que mirábamos.

Ese momento, ese instante que quiero recordar hoy contigo, es mucho más que un recuerdo, es  un pensamiento fijo en mi memoria. Era  sábado y habían invitado a tu familia a un matrimonio, en tu casa no me conocían, yo no existía, ni siquiera era una pequeña referencia, era en ese tiempo un secreto necesario. Era imposible estar juntos ese día, con los mil detalles que cuidabas para asistir al compromiso, pero era urgente encontrarnos, impostergable vernos al menos un segundo. La ansiedad  nos comía y no éramos capaces de medir distancias.

La fiesta se realizaba en la mejor Casa de Festejos de la ciudad y acordamos vernos a las diez de la noche en una esquina de la calle El Rosal, a pasos de la recepción, saldrías un momento, escaparías apenas un instante y ese segundo nos permitía un respiro hasta el otro día. 

Empujado por la impaciencia llegué con anticipación, yo vestía en ese sábado glorioso un traje impecable y tú, hermosa, tan linda como hoy, taconeabas por la acera a mi encuentro en un vestido lila. Se me secó la lengua al verte y no podía contener los temblores de la ansiedad, nos abrazamos con fuerza y nos besamos con mayor intensidad que nunca, por un momento crucé una puerta desconocida, creí que los cielos se abrían y logré escuchar fuegos artificiales, música. Cuando finalmente abrí los ojos, enfrente nuestro, los novios, los recién casados, que a esa hora llegaban a su propia celebración, se detuvieron para festejar nuestro beso, el cortejo tocaba frenéticos las bocinas de los autos, aplaudía y gritaba contagiados con el entusiasmo de un beso más profundo y sentido que el de los novios en la iglesia. El amor que obligó ese encuentro sigue intacto veinte años después.


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