Una historia me acecha

  

Una historia me acecha desde un punto impreciso de los sentidos, aún no tiene forma definida, es una sombra sin volumen, que sin terminar de revelarse se asoma, se perfila. Intento descubrirla, pero me es imposible distinguirla y ciego camino a tientas entre velos de niebla con la única intención de atraparla.

Todas las voces, los susurros que cuentan hechos, eventos, sucesos, son bienvenidos y estoy decidido a transcribirlo con la exactitud que se me confía. Pero este secreteo se escabulle entre silencios, se pierde entre las esquinas de la imaginación y los recuerdos. Se convierte en humo y desaparece.

Por un instante deja la huella de un aroma, la evocación de una nostalgia, los retazos de un sueño, un testimonio anónimo, un rastro de pasado que lastima y crece mi ansiedad por descubrirla.

Un antiguo detalle menor se instala en la piel, dicta pensamientos desordenados, alguna palabra sin precisión y desaparece. Me consume la impaciencia.

Ensayo la posibilidad de recuperar el gesto, pero es efímero. Pruebo rescatar la idea, pero es vaga, se esconde en una bruma espesa y se hace inalcanzable. No logro escribir siquiera una línea de esta historia que me acecha.

A falta de talento intento imponer el oficio para salvar del olvido la imagen que se oculta, hago algunas anotaciones, referencias sin contexto. Me remito a los aburridos trámites diarios, a mis obligaciones de señor de la casa, con la intención de convertirlos en textos literarios:

Los niños están de vacaciones de invierno, afuera el viento que viene de la cordillera arrastra polvo de nieve y nos mantiene encerrados detrás de las cortinas, cubiertos bajo el manto protector de la calefacción. No hay nubes que oculten este sol que ilumina un cielo limpio, pero no calienta.

Mi jubilación se la tragó la hiperinflación, nos comimos los ahorros y no podemos hacer gastos extras en estas pausas obligadas de estación, se acabaron los viajes, los paseos, las visitas a la familia, se impone la realidad de la rutina.

Con el oído educado a las continuas emergencias de los niños, a sus exigencias inmediatas, a los llamados en mitad de la noche, a sus innumerables y urgentes solicitudes de atención, oigo el apremio del más pequeño, son las siete de la mañana y ya quiere levantarse, también se despierta el mayor.

Preparo pan tostado con mantequilla de maní, caliento leche achocolatada. Sobre la mesa coloco las servilletas, la vitamina C y yo tomo café. Iniciamos juntos este día y la historia que me acecha se adueña de los rincones a donde anoche cantó un grillo su soledad desesperada sin temor alguno.

Luego del desayuno comienza la lucha, la demostración de fuerza, el adiestramiento en el juego de poder, defendemos posiciones ante el estricto cumplimento del cepillado de los dientes. Yo gano este  episodio de fuerza, este primer asalto de resistencia sin apelar a la autoridad. 

La maravillosa historia que pude haber contado, el magnífico relato que por momentos percibí, el rumor de un hecho sorprendente que me susurraron voces anónimas, se  diluyó como la espuma del jabón con la que lavo los platos, desapareció entre innumerables compromisos cotidianos y únicamente puedo dejarles hoy mis pobres referencias  domésticas, que me impiden escribir la historia que al principio de la mañana intentaron contar las voces que me habitan, una historia, que seguramente era  fantástica.


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