Aguijón de alacrán
El látigo de la edad impone el ritmo a la vida. El almanaque transcurre inflexible y nos obliga a ver desde esquinas distintas el camino que atravesamos. El yugo de los imprevistos, la fuerza de lo inevitable frente a la incertidumbre del próximo acontecimiento, nos asigna el ángulo de mira que corresponde y en perspectiva, bajo el tono de amargas sincronías observamos transcurrir la vida frente a nosotros. La carga de los años nos obliga a mantener una posición determinada, una actitud acorde con el peso de la edad, para poder enfrentar los sucesos que nos tocan vivir con cierta dignidad. La vida dividida en etapas, en ciclos, en épocas, se diluye con el paso de los días que minan nuestros impulsos, doman los bríos y nos obligan a aceptar, casi con indiferencia, esta lamentable condición donde imperan los achaques, el cansancio, el abandono. A mis setenta años cumplidos no puedo negar que estoy viejo, que las arrugas han desdibujado el rostro, tanto, que dan pena, y no me dign