María Teresa


Tomaba el desayuno en un café que recién abrió cerca de mi casa y uno tras otro, los pensamientos se convirtieron en ideas que me permitieron elaborar una peregrina teoría sobre la conducta humana y los cambios de estación.


Apenas se ha iniciado la primavera  y el invierno es  un pasado lejano, una triste página olvidada, el soplo de un viento helado que se pierde en los resquicios de la siempre frágil memoria.

 

El cambio se siente en el ambiente. Ya nadie se viste de negro, ni tampoco de gris. Las calles se han convertido en una pasarela de arcoíris y predominan el verde, el naranja, el amarillo y el azul. Los rostros, que antes se escondían entre bufandas y miraban al suelo evitando las traiciones del frío, ahora se han levantado y miran confiados el futuro, con la alegría dibujada en tonos de  acuarela.


La primavera es una estación capaz de generar locura colectiva, afloran a la piel con fuerza inusitada esos apetitos que estuvieron hibernando, envueltos en el mucílago de la presión social y los convencionalismos.


En el ambiente se difuminan partículas invisibles, que nos imponen, nos empujan y nos exigen acciones compulsivas,  nos hacen actuar como locos y nadie parece extrañarse con nuestra conducta, es posible, incluso, que la mayoría la acepte y hasta la comparta. Somos cómplices de exuberantes sensaciones, de necesidades inmediatas, de urgencias de la carne.

  

Olvidé por completo mis reflexiones, ante el firme olor a sándalo que invadió el lugar. El olor le pertenece a una mujer que entró vestida con una blusa de hilo color verde agua, la blusa con toda intención deja al descubierto los hombros de su dueña que invitan a descubrir otras texturas. La falda apenas acampanada es de un amarillo tostado, requemado, cubre las piernas hasta las rodillas y sus pies estan enlazados por las cintas de cuero de unas sandalias de tacón bajo, el cabello negro y suelto le llega a la cintura. Se instaló enfrente de mi mesa, al cruzar las piernas dejó ver algo más que sus muslos y me sembró la curiosidad de confirmar sí usa ropa interior. El olor a sándalo penetró en todos mis sentidos.


La mujer mira la calle y persigue un pensamiento que se cruzó de improviso, busca la huella de esa idea que dejó una estela de recuerdos, recuerdos que hicieron brillar en sus ojos algunas nostalgias, que lograron escapar y desaparecieron intactas al cruzar la esquina. 


Por un momento me pareció que la actitud de intensa concentración de la mujer, le permitió entrar en esa dimensión en donde los caminos son seguros, no se corren riesgos, no hay amenazas, ni tampoco peligros que convoquen la presencia de temores. Estar sola se convierte en un placer sin nombre.


Ella se internó en el laberinto de sus recuerdos y una de sus manos inició el abordaje de una ilusión que navegaba entre sus piernas, la mano subió despacio por sus muslos dorados que complacientes, abre paso al entusiasmo desde las rodillas.


Con inocente descuido, con un gesto involuntario, humedeció sus labios y entrecerró los ojos un instante, aproveché ese momento para sentarme a su lado y  preguntarle suavemente.

 

¿Necesitas ayuda? 


Me miró directamente a los ojos, retándome, midió en un vuelo mis posibilidades y contestó con chispas de picardía iluminando sus ojos verdes. 


¿Te parece que necesito ayuda? 

-Estoy seguro que sabes mucho mejor que yo lo que debes hacer, pero estamos en primavera, la sangre corre con mayor fuerza entre las venas y vas a necesitar ayuda, sobre todo, para terminar lo que acabas de iniciar-. 


Mientras hablaba, un impulso mayor que la propia timidez me obligó a colocar mi mano entre sus piernas y sin esperar respuestas inicie una caricia de vértigo, sentí su piel rizarse levemente, me detuve en sus muslos calculando los centímetros, la distancia que me separaba de ese territorio en donde el deseo se cubre de un vello espeso, la miré con decisión y medí en el intenso verde de sus ojos el impacto de mis palabras. 


-Mi nombre es Carlos Patiño, vivo muy cerca y me ofrezco para cumplir tus deseos-. -Quiero obedecer únicamente tus ordenes- ¡Soy tu esclavo! 

Cerró las piernas, aproveche el movimiento y extendí un poco más los dedos entre sus piernas, presioné la carne tibia y suave con mayor firmeza. 

-Mi nombre es María Teresa-. Dijo en un susurro. 


Reí de buena gana y sin proponérmelo logré sorprenderla. 

De inmediato el rostro se endureció y con tono de enfado preguntó.

 

¿Te causa risa mi nombre? 


-Recordé una canción-. Dije, y canté con más intención que ritmo unas estrofas en su oído.

 

-Ya viene Alicia y me lo acaricia

llega Gertrudis  me lo sacude

a María luisa le causa risa

siempre Carlota me lo alborota

María Teresa llega y lo besa-. 


Al final de la canción se ríe divertida y me dice. 


-Vamos-. 


Llegamos a mi casa tomados de la mano, apenas cerré la puerta me abrazó, me besó en los labios con fuerza, me mordió sin medirse y comenzó a desvestirme con urgencia. A pedazos me arrancó la camisa. Yo, en cambio, cumplí mi promesa y respondí a sus impulsos midiendo el tiempo en un intento fallido de eternizar el momento.

 

Le quité la blusa cuidando no romper los ojales, con mis manos en la espalda busqué desabrochar el sostén, descubrí con sorpresa, con asombro, casi con miedo, que no tenía gafete alguno, puse mis manos sobre las copas tejidas en sus senos y encontré en el frente del sostén un minúsculo dispositivo desconocido. Intenté abrirlo y testarudo se negó a mis esfuerzos, auxiliado por el azar logré finalmente liberar sus pechos, saltaron firmes y dulces regados de estrellas luminosas, la besé en los hombros, en el cuello, bajé el cierre de la falda, que se escurrió por sus piernas, la falda, como un sol vencido se apagó en la alfombra. 


Un instante me llevó observar su desnudez, con placer comprobé la falta de ropa interior y descubrí con la alegría de un niño ante un regalo nuevo, que estaba  completamente depilada.

 

María Teresa me quitó los pantalones, con un salto de atleta amarró sus piernas a mi cintura, la sostuve con mis manos puestas sobre sus nalgas y así estuvimos, meciéndonos, hasta que sus uñas se clavaron en mi espalda con un grito de triunfo. 


Cargada la llevé hasta la ducha, la bañé con dedicación, la sequé con dulzura y la acosté sobre mi cama, allí pasamos el resto del día. Me dediqué por completo a cumplir mi promesa y hacer realidad sus mínimos deseos. 


Al anochecer dio las gracias y se fue.


Comentarios

Entradas más populares de este blog

Veintisiete apuntes desordenados

Descabelladas suposiciones descubren un enigma

02262024 -96-