-La lluvia lo despierta-. Dice

 

No tengo ninguna necesidad de ser preciso. Pretendo establecer puntos de referencia para poder trazar el croquis de dos paralelos que la casualidad enlaza esta madrugada. Yo desconozco las razones y por supuesto las posibles consecuencias. 

Recurro a las imágenes difusas de la memoria para acercarme a la esencia de los acontecimientos más allá del insólito suceso, en estas circunstancias, puntualizar alguna exactitud ayuda a soltar los nudos involuntarios que los recuerdos atan.

Detrás de la línea del teléfono, dice la fatigada voz de la derrota, que la lluvia lo despertó a las tres de la mañana. Sin rostro conocido la voz habla con la convicción de haberse comunicado con un familiar, un amigo, un cercano, que acostumbrado a estas impertinencias suyas, lo oye sin protestar detrás de un  prudente silencio. -Son gotas gordas-. Dice. -Gotas que se estrellan contra las ventanas sin pausa y sin descanso-. -Llueve desconsoladamente-. Dice. Y guarda el silencio de un suspiro.

Retoma el diálogo y dice. -La lluvia arremete implacable contra la delgada transparencia del vidrio, sin importar lo inoportuno de la hora, que arrastra el sueño con bárbaros disparos y que deja la noche a la deriva y lavada-. Dice. -La lluvia instala en la sangre el desasosiego y enturbia el pensamiento-.  -La lluvia es una visita inoportuna-. Dice.

Dice. Que teme por la fragilidad del vidrio que lo protege de la intemperie, que la generosa transparencia de las ventanas le muestra las calles a las que no accede nunca. 

Dice. Que los cristales tiemblan y en cualquier momento pueden ceder a la violencia del viento y del agua y finalmente estallar y tapizar de cuchillos filosos y transparentes los suelos. 

-Las formas de la tempestad intimidan-. Dice.

Dice. Que no puede detener el aguacero y debe entregarse a vigilar el vendaval. Que no puede volver a dormir, que se ha desvelado, que su día se ha arruinado. 

Dice. Que es una sombra sola, que su penitencia es el encierro y lo sobrelleva con la disciplina de horarios impuestos, pero que desatada la tromba se  ha roto el instante consagrado al silencio. 

Dice. Que sin saber que hacer da vueltas como un fantasma en la oscuridad, que al intentar hacer café el oscuro polvo le parece tierra agostada de cementerio y el liquido negro y humeante, como decía Vallejo: aceite funéreo.

Dice. -La noche borra a un tren-.-La lluvia difumina su paso-. -La distancia apaga la campana que advierte su larga hilera de adioses, de dolorosas separaciones, de silencios que se apoderan de las horas y las extienden hasta el confín de los recuerdos que permanecen intactos-. -Hasta el pensamiento lastima-. Dice. Y se queda sin aliento.

Hago un esfuerzo por imaginar el rostro de esa voz que me habla en metáforas y no lo consigo. Debo responder para cerrar las fisuras que presiento. Contestar sin pena ni vergüenza, que no conozco a Vallejo, pero una taza de café se agradece, con lluvia, o sin ella. Argumentar: que la lluvia es la bendición del cielo para iluminar de verde los campos, para lavar los colores, para limpiar los cielos de amenazas.

Insisto en intentar replicar que, en los vagones de un tren viaja el esfuerzo compartido y convertido en sacos de arroz, de trigo, de harina. Que en el tren van protegidos los alegres tomates, los pimentones y sus diversos colores, las frescas lechugas, los fragantes melones, los mangos, las manzanas, las naranjas. Quiero confirmarle a esa voz del desaliento, que en uno de esos vagones yo viajo con la alegría de atravesar veinte Estados y la ilusión de encontrarme con ella. Con ella, que ilumina las sombras de la derrota y me espera y ha sembrado en todos los rieles sobre los que este tren se desplaza la esperanza y no me permite acercarme a la desilusión.

El silbato del tren anuncia su entrada a la estación, ha llegado puntual, son las 3:30 de la mañana y la voz, que detrás del teléfono anticipó su llegada no permite argumento alguno, se esconde en la bruma de lo desconocido y corta la llamada.


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