Una Insólita invitación

 

Se mira al espejo y se encuentra corriente, ramplón, burdo y hasta tosco. En esas condiciones no puede ni debe hacer promesas, por eso se inhibe y no se compromete a establecer una relación. Se castiga, sabe que se anticipa a una posible negación y es probable que se equivoque, pero no quiere correr riesgos, el miedo lo paraliza. En la penumbra retumban sus sospechas y se repiten con el eco exponencial de una particular acústica sus recelos, esas figuraciones suyas finalmente se traducen en una irracional desconfianza así mismo, desconfianza que lo ha empujado al silencio, a la soledad, a la tristeza, a la desolación, a un estado de aislamiento que inevitablemente lo lleva una y otra vez a querer quitarse la vida.   

 

En esa permanente huida sus pasos sin rumbo lo trajeron a esta orilla impasible frente al imponente mar. En aquellos días primeros, con la mirada perdida en ninguna parte, sin inmutarse, firme ante la resonancia atronadora de las piedras, que repiten los roncos rugidos de las olas cuando castigan la playa y diluyen la fuerza de su corriente en espuma, mira hasta la ceguera esta inmensa y sobrecogedora masa de agua y en ella encuentra la aridez, la desolación que vive. 


Los recuerdos desfigurados con el paso del tiempo lo llevan a estas mismas arenas, a donde llegó cinco años atrás con sus aprensiones de siempre, nunca esperó encontrar unos ojos que se fijaran en él, es incapaz de anticipar la aparición del afecto, pero contraviniendo su pensamiento ella llegó vestida de mar y sin promesas, ni compromisos, ni dramas y se encontraron una única y última vez en la tristeza. 


El no supo su nombre, ni la dirección o el rumbo que llevaba y en ese mismo momento la perdió, el miedo ganó esa partida y lo lamenta, como también lamenta su vida. Con porfiada insistencia ese momento aparece nuevamente en el recuerdo y es aún mayor la necesidad intensa de querer quitarse la vida, hoy ha tomado la decisión finalmente y comienza por despedirse.

 

Se despide del mar, del recuerdo de esa mujer que pudo cambiar su vida y el miedo le negó esa oportunidad. Camina con pasos lentos por calles conocidas, una corriente de aire otoñal lo envuelve con la promesa cierta de fríos intensos, no puede anticipar la caída de las hojas, pero recuerda que cubren las aceras y se convierten en ese bronce tornasolado que se deshace con las prisas cuando pisa, pasa frente a una iglesia y desde la acústica del campanario clama la casa de Dios por los bienaventurados. Una sonrisa  aparece en su rostro al pensar: esta es la casa en donde los fieles y los infieles se dan la mano y se desean la paz en un intento para evitar el castigo divino. La desolación de la nada, esa amenaza creciente del castigo divino con la que creció hasta hoy le ha impedido cumplir con el deseo creciente de quitarse la vida.

 

Con la idea fija de su determinación tomada, atraviesa en su despedida final los mismos lugares corrientes que ha frecuentado durante estos cinco años. Asoma la callada promesa de no cumplir su deseo, de evitar en trance de quitarse la vida si hoy logra encontrar un gesto de amistad desinteresada. Como en todos sus actos, de antemano anticipa la respuesta y por eso se encamina al final de la tarde a la estación, para despedirse de esta vida entre los anuncios de salida y llegada repetidos de los parlantes, su acto será también de salida y de llegada a lo desconocido. No puede mantener por más tiempo el castigo diario en medio de su desolación sin medida.

 

En la sonora caja de resonancias en que se convierte la noche tan desolada como él mismo, oye su nombre pronunciado a viva voz desde la otra acera y se sorprende, el llamado que nunca esperó se cumple, quizás los designios de un Dios finalmente logran detener su determinación de quitarse la vida. Un hombre con un gesto que parece corriente lo llama, este gesto lo detiene, es una promesa fraterna amistad desinteresada es la señal que le niega la posibilidad de cumplir con su decisión de desaparecer de este mundo. La última persona que pensó encontrar lo llama a conversar esta noche en que finalmente se dirigía a cumplir su deseo. 


Francisco Javier Zúñiga, el hombre que desde la otra acera lo llama es un bacán, siempre rodeado de amigos y hermosas mujeres, por extraño que parezca hoy se encuentra solo y lo llama a sentarse a su lado. Por un momento pensó en castigarlo con la indiferencia del silencio y seguir adelante a cumplir su cometido, pero no pudo evitarlo, la grosería y la mala educación no son parte de su conducta y se acercó y se sentó a su lado.

 

Francisco Javier Zúñiga lo miró detenidamente y preguntó. 

¿En qué piensas?

Pienso continuamente en quitarme la vida, respondió con crudeza y con la absoluta seguridad de llevar a la realidad ese oscuro pensamiento algún día.


¡Yo también! Dijo Zúñiga y agregó con sinceridad, pero me detiene el miedo. Zúñiga no sospecha que hoy le ha evitado ese tránsito con el simple gesto de llamarlo y el deseo de quitarse la vida queda aplazado hasta una próxima oportunidad.


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