Hay un café en Altamira

Hay un café  en Altamira, es un local sencillo y sin lujos, sin grandes pretensiones, jamás ha querido ser un café francés. Pasa desapercibido, quizás porque se encuentra escondido en una de sus calles, pero son muchos los que afirman que en este local se hornean los mejores croissants de la capital y desde diferentes lugares de esta ciudad, que crece sin control ni sosiego, llegan los insaciables clientes, que hacen cualquier esfuerzo para obtener un bocado de gloria de sus encendidos hornos. 


Alguien corrió la voz, otro repitió el entusiasmo y creció la fama de este café, quién o quienes lo hicieron, es una incógnita que no he podido resolver. Yo soy un cliente de toda la vida y efectivamente, los croissants son maravillosos, también, lo es el café con leche, cremoso y en su punto exacto de calor para  disfrutarlo sin correr el riesgo de quemarse la encía. Muchos quisieran que escriba la dirección, que entregue las señas, que explique la forma de llegar, pero me niego. Estoy convencido que al revelar la ubicación, el café  se convertirá en el coto de caza de los desalmados, porque deben saber, que este lugar, por extraño que parezca, es el café preferido de las mujeres que recién inician el camino que las lleva directamente al divorcio. He pensado muchas veces, que a estas mujeres las atrae el intenso olor de la mantequilla. 


Son mujeres jóvenes y aparecen pasadas las nueve de la mañana, nunca antes de esa hora. Primero deben cumplir con sus obligaciones, dejar a los hijos en la escuela, ordenar las  habitaciones, limpiar los baños, disponer el almuerzo. Luego la casa se llena de silencios y recuerdos ingratos y es el momento de huir en busca de un momento que las aparte del desconcierto, están envueltas en incertidumbres, con una lista enorme de preguntas sin respuesta, mientras su cuerpo se desgasta en el reposo de una cama sin sobresaltos y largos espacios vacíos.    


No hay extravagancias ni desafueros en su conducta, aún no se adaptan a su nueva condición. El temor y la huella del sueño roto les pesa demasiado, no se han familiarizado todavía con la ausencia inesperada. Es  un dolor nuevo, desconocido y cargan con toda la culpa de un fracaso que no les corresponde, que en todo caso, es un fracaso compartido, pero aún no lo han descubierto.


Yo la miro venir con sus dudas a cuestas, con sus pasos tímidos, entra al café envuelta en la fragilidad de la hora, se sienta y con un gesto automático se alisa la falda y espera ser atendida. Es su primera vez en el café, la delatan los ademanes, la postura rígida y la mirada inquieta que finalmente logra fijar en un punto impreciso entre los últimos silencios que crecen con los días sin esperanza. 


Es el momento de acercarme, ella necesita quitarse de encima el peso del silencio que la abruma y ganar la confianza que perdió. Es una mujer hermosa, los hombros desnudos y redondos, el pecho generoso la distingue como madre y las piernas son caminos paralelos, infinitos, desconocidos, que llevan a una encrucijada en donde nos hemos de perder los hombres siempre y para siempre. 


Halago el olor de los cabellos recién lavados y el corte de pelo que lleva. Mientras hablamos la miro con intensidad y oigo con atención el dibujo que hace de su vida entre grises y sombras.


Vivo cerca del café y ella se deja llevar hasta mi casa, la curiosidad de mirar la vida desde otra ventana la convencen. La beso en los labios y se sorprende y luego la sangre se enciende y todos los sentidos que estaban dormidos despiertan y renace la espontánea risa y al desnudarse el peso de la culpa desaparece.


Nuevamente respira la libertad de ser mujer y se entrega al placer que pensó ya no volvería a sentir jamás, recobra en cada caricia la posibilidad de un mañana feliz y pierde el temor de mirarse en los espejos, sabe que ahora se han borrado las huellas que dejó su vida de casada y su cuerpo es un mar profundo y desconocido que debe descubrir. 


La miro alejarse con los mismos pasos tímidos que la trajeron al café. Yo no he podido acercarme, ni hablarle, ni llevarla a mi casa, anclado como estoy a esta silla de ruedas, con mis cuarenta años y mis ganas intactas y el recuerdo de la bala que me dejó invalido, una tarde imprudente, que decidí resistirme a un atraco en esta ciudad, consumida por la violencia y la impunidad.


 

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