Un instrumento

 


Juan Fernández es el último hijo de una familia de músicos, no defraudó el apellido y antes de aprender a caminar, como todos en la familia,  demostró con sobradas evidencias que los acordes y el ritmo estaban impresos en sus genes. Desde el primer momento impresionó a todos con sus habilidades para lograr el compás. Mantener y llevar el ritmo a puntos extremos con las manos o los pies es tan natural para Juan, como beber agua, además, nació con el privilegio de una voz excepcional. Según los entendidos su oído es perfecto.

 

Juan ejecuta difíciles arreglos con cualquier instrumento sin equivocación alguna, entre el pulso, el acento y el compás logra resolver la incógnita de imposibles ecuaciones musicales.

 

Juan crece y con él también crece la música que lleva dentro. Sus ágiles dedos pisan con seguridad las teclas y cuerdas de pianos, órganos, teclados, guitarras, cuatros, bajos y causa asombro y placer oír el acordeón cuando lo toca y  baila los ritmos del ballenato colombiano. En sus manos las congas y los tambores retumban de contento y entusiasmo. Juan Fernández logra sacarle música a las piedras, es el comentario general que acompaña su nombre.

 

Desde niño se lo pelean para parrandas y serenatas. Con un instinto animal logra dar color e intensidad a cada nota y quienes lo oyen se sienten envueltos por una emoción jamás vivida, que permanece en sus ánimos renovados durante días. La vida de Juan se desarrolla en la calle, su música es amplia como una autopista y a veces también, triste como una esquina, pero jamás oscura como una calle ciega. Juan aprendió muy pronto y sin ninguna dificultad a huir del alcohol y la camorra.

 

Al cumplir la mayoría de edad recibió de manos de su abuelo, como regalo de cumpleaños, una delicada caja negra forrada en piel y con elaboradas hojas de acanto repujadas en plata, al abrirla, encontró un instrumento de viento parecido a una trompeta, pero que jamás ha visto, dentro de ese maravilloso estuche el instrumento está protegido por tules y terciopelos.

 

Su abuelo con voz suave y melodiosa le comentó: este es un añafil, llega a tus manos de igual manera que llegó a las mías, para cambiarte la vida, así como cambió la mía.

 

Con la paciencia que otorgan los años y el afecto por este nieto dotado de un don singular, el abuelo aprovechó el tiempo que le quedaba de vida y le enseñó a Juan todos los trucos que conocía para tocar el añafil, le mostró la forma correcta de soplar solamente el aire necesario, contener el resto en los pulmones y transformar el simple aire que respiramos en música devocional.

 

El instrumento cautivó a Juan apenas oyó algunas alabanzas de adoración ejecutadas por su abuelo. Las catingas, los himnos sagrados, el especial timbre místico de las notas que obligan a reflexionar y adorar la imagen de la virgen se le metieron en la sangre y Juan Fernández se entregó con pasión al aprendizaje del instrumento, a conocer las notas, los tonos que encerraba en secreto el añafil que su abuelo le regaló. Desde ese momento los desvelos de Juan Fernandéz fueron distintos al de las parrandas.

 

Igual como lo hiciera su abuelo y los Fernández anteriores a él, un día en que los vientos se enredaron en los arenales del pueblo, Juan tomó el camino hacia el oriente, su único equipaje era la caja que su abuelo le regaló con el añafil y los cantos a la virgen que conoce y mantiene en la memoria.

 

En una encrucijada del camino no sabe exactamente cuál ruta tomar y se entrega a su destino, confía en dar siempre con el buen rumbo. El camino lo lleva por vericuetos desconocidos a encontrarse con el verdadero propósito que su abuelo no supo explicarle y que está relacionado directamente con el instrumento de viento que ahora rige su vida y su futuro.

 

Atravesó por diferentes pueblos entre sabanas y montañas, unos más prósperos que otros, pero  en ninguno se detuvo, un impulso más grande que la razón lo obligaba a continuar.  Recién amanecía el día que llegó a la costa y caminó directamente hasta mar, se detuvo a oír la dulce canción con la que el mar acompaña el momento del amanecer en una playa desconcertante de arenas rojas y asistió asombrado a un evento inesperado. Este sorprendente y maravilloso suceso que tiene la oportunidad de presenciar lo ancló definitivamente a este pueblo olvidado de la mano de Dios.

 

El rumor de las olas con la que este mar le da la bienvenida al nuevo día le recuerda una melodía y busca su añafil para acompañar esa alegría, pero antes de tocar la primera nota  observa maravillado que de las profundidades del agua, entre las olas, emerge destilando agua una soberbia muchacha de inigualable hermosura, la sangre de todas las razas confluye en sus rasgos extraordinarios y con voz serena de contralto repete ¡Milagro! ¡Milagro!

 

La muchacha se le acercó y le mostró una figura de madera, una virgen negra, completamente seca, en perfecto estado, sin rastro de deterioro. La virgen es aún mucho más hermosa que la muchacha que sigue sin detenerse y camina con paso firme y seguro hacia la iglesia del pueblo. Juan Fernández cerró los ojos por un instante y grabó en su memoria el dulce rostro de la virgen negra. Caminó tras ella y tocó su añafil con tanta emoción que hizo llorar al instrumento.

 

El pueblo entero se levantó de inmediato con las notas de armonías desconocidas tocadas por Juan Fernandez en honor a esta virgen, y se levantó una enorme ola de devoción colectiva en la que quedó sumergido el pueblo para siempre.


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