Un cambio de vida



Con cierto esfuerzo estudié y me hice Técnico Agropecuario, hace cincuenta años era un adelantado de mi época y me ofrecieron una oportunidad única para encargarme de la producción de unas tierras en la Sierra, e iniciar la reproducción de ganado. Las cuentas las llevé siempre meticulosamente sobre cuadernos con tapas  forradas de cuero, escribía con pluma y tintero, orden y método. 


Cultivé la tierra, comí de sus frutos, la suerte me acompañó y no perdí ninguna cosecha. Además de cultivar la tierra, en estas alturas generosas yo criaba y engordaba animales que luego irían al matadero, o se convertirían en padrotes de otras haciendas. Alejado de pueblos y ciudades mi ocupación y también mi distracción es trabajar. En la faena de cada día me cuidé siempre de no acercarme a la baya del muérdago que es amarga y venenosa, ataca los pulmones y produce una asfixia capaz de causar la  muerte, el ataque es fulminante y no se puede tratar con placebos. Los médicos no se ven con frecuencia por estas montañas. 


Mi vida organizada y tranquila me permitió llegar hoy a los setenta años con una enorme vitalidad y suficiente dinero para vivir con comodidad el resto de los años que me quedan y decidí dejar la paz de los montes por la vida azarosa de la ciudad. Un cambio en el ocaso de mi vida.

 

Tres días de viaje y varios autobuses me trajeron de vuelta a la Capital, que hace cincuenta años no veo. La ciudad me sorprende, está en movimiento permanente, en un avance frenético hacia ninguna parte y  me resulta ajena, desconocida, y lo que es peor, incomprensible. Con estas ropas antiguas que llevo puestas y la cara de asombro mirando a todos lados, debo parecer un inmigrante recién llegado. Una oleada permanente de personas va y viene por las calles y parece no agotarse, caminan a un ritmo desaforado, parece que hubieran enloquecido y han adquirido la pésima costumbre de hablar solos. 


Claramente puedo identificar el tono extrajero de las voces a mi alrededor que se hace evidente, diferentes acentos, el típico tono argentino, también  el peruano, el  colombiano, gentes de todas partes habitan esta ciudad cosmopolita y en medio de esta algarabía, mientras intento avanzar, mimetizarme con el grupo, oigo retazos de conversaciones que no logro entender, hablan en español que es mi lengua nativa, pero me pierdo sin saber ni entender a que se refieren en sus conversaciones.


No tengo saldo y no puedo comunicarme.

Manda un mensajito.

Escribe la  dirección,  pongo el GPS y te alcanzo en un salto.

No recuerdo la clave  y no puedo acceder al documento.

Cariño no lo tenía apagado, se murió la batería.

Puedes utilizar el teclado si no tienes ratón.

Hay un tele cajero cerca, ya busco efectivo.    

El documento está en el Menú de inicio.

Si está lenta pásale el antivirus.

Si se trancó reseteala.


Busco un lugar en donde sentarme y miro a mi alrededor, trato de identificarme con este entorno tan diferente a lo que recordaba, intento adaptarme a este ritmo y a este nuevo español que me es incomprensible, cerca hay una cafetería, entro y pido un café, a mi lado, alguien pide la clave de wifi.


No entiendo nada, en estos cincuenta años el idioma cambió y desconozco el significado de muchas palabras de uso cotidiano, ni puedo imaginar siquiera el contexto en el que puedo utilizarlas.


Necesito ayuda para vivir en esta ciudad y la voy a conseguir, sigo adelante con lo que me he planteado, porque a estas alturas de la vida nada me amilana, aquí vine para quedarme.


Voy directo a una biblioteca, pido un libro que me ayude a entender este nuevo entorno y explico lo que me pasa, casi con dulzura, la persona que me atiende me explica que me he convertido en un analfabeta digital y que el mundo y mi entorno ahora es digital y está compuesto por dispositivos electrónicos. Me entrega dos libros: uno sobre terminología básica de informática y el otro, sobre dispositivos electrónicos.

 

 

 

 

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