Un sueño imposible

 

Me está negado sustraerme al severo dictamen de mi realidad

(J. Maita)

 

Un espejo con hambre desmedida de imágenes me repite con rigurosa exactitud y me lastima. El brillo de los ojos luce ahora gastado por el efecto de la miopía y por incipientes cataratas sin diagnóstico. Hondos latigazos impresos por el tiempo crean este rastro de puntos y rayas sobre la frente que asemejan un telegrama.  Profundas grietas marcan mi rostro de pómulos salientes, la piel cansada ha perdido su firmeza y está  cubierta por una entramada tela de araña de pliegues infinitos. Las facciones que alguna vez me caracterizaron las perdí con los años, así como también perdí las posibilidades de viajar y conocer otras dictaduras, otros simulacros de democracias, otras parodias de libertades.

Mi sueño de viajar permanece intacto, pero la esperanza de cruzar la frontera, de respirar otro aire, de mirar otro cielo, de sentirme extranjero, turista, aventurero, se tambalea peligrosamente ante mi falta de documentos.

Mi ilusión se difumina ante imposibles, mi sueño de recorrer el mundo y que mis pasos se crucen con otros pasos de desconocidos trotamundos, se desvanece. Jamás tendré la emoción de subir a un avión, de atravesar las nubes, de compartir con desconocidos horas interminables sin decir una palabra. Nunca me enfrentaré a la mirada severa de un oficial de inmigración ni responderé sus preguntas con una sonrisa tímida, casi ridícula, al no comprender ni una sola de sus palabras.

Diferentes motivos me han negado la posibilidad de salir de estas fronteras que me cercan, pequeños detalles insalvables me impiden viajar libremente por el mundo.

Yo nací en un pueblo de olvido y desidia en donde tropiezan dos ríos, aguas de remolinos turbulentos que se encuentran y no se juntan y siguen un largo rato sin mezclarse, dos manchas que discuten sin cesar ni tampoco ceder, dos corrientes: una  amarilla, el Orinoco, y la otra, negra, el Caroní, que tercamente mantienen sus posiciones y finalmente juntas entran al mar sin ponerse de acuerdo.

Ese recuerdo de mi infancia es la razón que señala a Turquía en mi travesía. Yo quiero amanecer un día en el estrecho de Estambul, oír las incomprensibles letanías del llamado a la oración sin prestar atención y desayunar queso feta, dátiles y aceitunas, en ese severo paso que une a Europa con Asia. Ver entre la bruma de la hora y mi miopía la enorme bola encendida del sol levantarse por encima del Bósforo, presenciar la iluminación temprana de esas aguas que conectan el mar Negro con el Mármara y encontrar alguna sintonía entre el Orinoco y el Caroní.

Perfectamente y sin ningún remordimiento puedo dejar de visitar al Gran Bazar, pasar de largo sin conocer Santa Sofía y ni siquiera entrar a la Mezquita Azul. En cambio, quiero ir a Moscú en invierno, con la cabeza y mis enormes orejas protegida por el típico gorro ruso, el shapka-ushanka, y con viento y con nieve, a la intemperie, comer un  helado de mantecado en medio de la calle y visitar la Catedral de san Basilio y la de Cristo salvador de Moscú y la de San Miguel Arcángel y encender por puñados velas delgadas. No me interesa pisar el kilómetro 0 y mucho menos visitar la tumba de Lenin, ni ver las novias con sus vestidos blancos saltando alegres por las plazas, ni comer caviar de esturión ruso.

Quiero también ir a Birmania, que cambió de nombre y ahora se conoce por Myanmar, vencer el miedo al vértigo  y en la madrugada  subir a un globo aerostático y volar sobre las orillas del río Iradawi, para seguir por todo Bagan y contemplar desde los cielos abiertos los innumerables templos en medio de la jungla birmana, mirar esas construcciones de piedra y madera tragadas por la vegetación, las impresionantes pagodas de oro, las deslumbrantes montañas sembradas de estupas milenarias, residencia de cientos de miles de Budas silenciosos y apacibles.

Ninguno de estos viajes me está permitido, se han convertido en un sueño imposible, están fuera de mi alcance, cada día que pasa se cierran mis posibilidades, me hago irremediablemente más viejo y la edad es un factor en mi contra.

Me impiden viajar  las intransigentes leyes que me obligan a tener un pasaporte y los venezolanos no tenemos siquiera identidad. Somos un pueblo saqueado que ha sido secuestrado, nos han convertido en apátridas, en seres invisibles ante el mundo. Quien no vive el drama de ser venezolano no es capaz de entender el desaliento que me acompaña. Para decirlo con una dolorosa metáfora: soy un hombre con alas que no puede volar.


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