Tomé una decisión

  

Bajé de las montañas en donde nací, dejé las alturas que me cobijaron, esas cimas que me ayudaron a crecer y premiaron mis  esfuerzos. El eco de mi voz se quedó suspendido entre riscos y abismos acompañando los remolinos, la turbulencia que arrastra de vez en cuando el viento cuando viene violento. los afectos quedaron envueltos en el amable azul de la neblina. 


Resolví con acierto mis negocios, adelantado y sin rebaja pagué por un año los derechos para ocupar el depósito en donde se guarda la cosecha. Mis terrenos de labranza los dejé a cargo de mi buen caporal, de sus manos prodigiosas, de su tino y su buen juicio.

 

Atrás quedó el jardín encantado que ambos conocimos, sus fantásticas lomas coronadas con rocas amarillas de extravagantes y divertidas formas semejantes a enormes calabazas caprichosas. Las cimas que abandoné permanecen intactas bajo el asedio del río que las rodea y las enamora con su dulce rumor de piedras. 


Me despedí del muro tapizado de hiedra en donde el tucusito canta, ese lugar mágico sobrado de recuerdos, en donde encontré un seis de julio a Marisela Marcano bailando con el viento, como una divertida marioneta manejada por las manos imaginarias de benévolas hadas.

 

Rescaté del escaparate la postal que Marisela me envío desde de la Bahía del Pirata, con apenas cuatro garabatos escritos con prisas, con su característica  letra menuda y en tinta azul. Logré descifrarlos con dificultad, los aprendí de memoria y repito esas pocas palabras para convencerme que debo salir a buscarla, que mi tiempo se acaba y necesito encontrarla para rescatar la calma que perdí cuando ella se fue. De nuevo leo el mensaje escrito en la postal: Te espero. Tú niña pájaro.   

 

Me pesa su ausencia y no puedo negarlo. Recuerdo claramente sus palabras al despedirse, no puedo olvidar su tono dolido en el que se coló su decepción: parece que tú naciste con profundas raíces enterradas en estas montañas, eres una zanahoria más, una de esas papas que cultivas, estás clavado bajo la tierra sin cielo, ni horizonte, ni otra posibilidad que la soledad.

 

Y mi respuesta fue automática, en un intento desesperado por darle razones contra posibles arrepentimientos, para dejarla libre de culpas. Y tú naciste pájaro. Dije. 

 

En el trayecto que me aleja de las montañas la geografía cambia de a poco, las enormes llanuras se tragan las montañas, las colinas. La tierra se tapiza con tonos verdes que se extienden hasta perderse de vista y el calor sofocante se mete en la piel, se queda allí y agobia y obliga una inquietud  que permanece incluso después de cerrarse la noche. 


En la madrugada llegué a mi destino, se han desatado los vientos y un eco desconocido, ronco y profundo  se deja oír con insistente monotonía. En ese momento no sabía que era el mar quien me llamaba. 

 

Entré a la Mansión del Deseo, único lugar de puertas abiertas a estas horas en que todos deben dormir. Me llamó el escandaloso ruido de la vida y por un momento pensé en encontrar en este lugar a Marisela, que se vino en busca de otros fuegos que la consumieran. Con los ojos abrasados por el humo de cientos de cigarrillos, en esta algarabía, en el desorden de gritos destemplados, en el paroxismo de los hombres ante mujeres desnudas que atienden sus  demandas abandonadas a una noche sin mañanas, sumisas y entregadas, intenté localizar sin éxito a Marisela Marcano. 

 

Amanecía cuando salí del local, la brisa me llevó a la playa y me deslumbró el mar, era la primera vez que me encontraba ante tamaña inmensidad, las horas pasaron y yo permanecí conmovido ante este impresionante portento, en la tarde, el sol se defendió de las sombras con valor y entre fulgores de colores intensos libró una batalla épica y cedió finalmente vencido a la   noche y sus misterios.

 

Hipnotizado por el ir y venir de las olas y con cierto pesar, le di la espalda a ese mar que recién conozco y caminé por el puerto en mi búsqueda de Marisela Marcano. A quienes le pregunté no supieron darme razón de haber visto a ninguna mujer de ojos hondos y profundos en los que se encuentran hundidas las  estrellas y no dejan de brillar nunca. Ninguno había visto tampoco a una mujer con la piel de espuma de leche salpicada de canela y menos recordaban haber tropezado con alguna mujer de cabellos de barba de maíz excesivamente cortos.

 

Caminé sin rumbo toda la noche por esas calles desconocidas y poco alumbradas, en el momento en el que me abandonó la calma le pregunté a la luna por Marisela y un guiño de esperanza fue su respuesta. 


Al amanecer me detuve de nuevo frente al mar, esta vez en el mismo ángulo desde donde fue tomada la imagen que sirvió para iluminar la postal que Marisela me envió. Una voz limpia, que llegó con la brisa dulce de la madrugada, una voz que conozco en cada detalle de sus tonos dice a mi lado: sin ti perdí el interés de volar.


Sin darme la vuelta yo respondo con el asombro amarrado a la garganta: y a mí me nacieron hormigas en los pies que me trajeron hasta aquí.


Hoy iniciamos juntos la gran aventura de vivir con las alas extendidas y una meta única. Mantenernos unidos por siempre y para siempre.


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