Acaso en el ocaso

 

Observamos las señales sin saber que son puertas abiertas, posibilidades de triunfo y de fracaso que se nos ofrecen en la misma medida, avanzamos a tropezones en medio de nuestra ignorancia sin comprender el significado de sus designios y el valor que representan, ajenos al futuro y a nuestro destino. Esas pistas que nos señalan alguna seguridad se iluminan ante nuestros ojos miopes y somos  incapaces de ver más allá de fronteras convencionales. Los indicios están allí y nos señalan que camino tomar en determinado momento, los signos nos muestran la conducta a seguir ante ciertos acontecimientos, pero ignorantes y prepotentes desconocemos los avisos, no prestamos ninguna atención y nos colocamos en desventaja contra las amenazas del destino, siempre implacable. A nuestra ceguera le imponemos razones, argumentos, criterios y asumimos riesgos innecesarios con un desconocimiento absoluto de las leyes que rigen el acaso. El hombre es un ser temerario.


Me gusta el mar desde la orilla, ver las embarcaciones deslizarse graciosamente sobre el agua, mantenerse a flote a pesar de su peso y avanzar rompiendo la uniformidad de las olas dejando tras su paso una estela de espuma. Puedo pasar horas de pie, con la seguridad que me proporciona estar sobre la arena y contemplar fascinado esa hermosa postal que nos regala un mar atravesado de barcos, con la gente asomada a las barandas, saludando, observar la oscura profundidad del mar y sus misterios sin asumir riesgos y oír el ronco grito de victoria de las olas al reventar contra las piedras. 


Debo confesar que respeto profundamente ese inmenso azul de contrastes verdes en constante movimiento y sus olas impredecibles, pero mayor es el temor que el respeto que siento ante ese mar al que siempre imagino conteniendo su ira. Me da pavor no sentir la seguridad de la tierra bajo mis pies y entro en crisis de pánico al saber que por un instante me hundo y el agua me supera, nunca pude aprender a nadar y el miedo le ganó al interés de dominar la técnica de mantenerme a flote sobre el agua y avanzar con mis propios recursos.


Quizás este pánico provocó mi desinterés en conocer la jerga marinera y desconozco los códigos de este lenguaje que parece universal: proa, popa, estribor, babor, eslora, amarra, vela, son palabras que no tienen sentido práctico para mí y en cambio son indispensables para  moverse en una embarcación y de esto no te percatas hasta que estás en medio del mar, indefenso, a merced de tu ignorancia.


Mi esposa ganó unos boletos para visitar durante todo un fin de semana y sin costo alguno una isla nudista. Su entusiasmo me empuja a  esta aventura aunque pienso: que a nuestra edad el cuerpo no nos ayuda para enfrentar esta hazaña, las carnes nos cuelgan, donde no sobra grasa falta músculo, lo único firme en nosotros a estas alturas es la voluntad de mi mujer. Yo me entrego a este viaje con resignación, únicamente por ver su rostro satisfecho y feliz cuando le comente a sus amigas que se paseó por la playa en cueros con cientos de personas y que finalmente cumplió ese deseo de tener todo su cuerpo bronceado.


Poco había que preparar ya que no es necesario ninguna prenda de vestir para ese fin de semana, pero para mi esposa nunca es fácil tomar la decisión de los zapatos adecuados y a última hora, sin tiempo para retrasos, no podía decidir cuál era el mejor calzado para la ocasión, finalmente optó por traer un par de zapatos deportivos y tres pares de sandalias, una con tacón alto, este detalle nos hizo llegar tarde y perdimos el crucero que nos llevaría a la isla, momentos antes de nuestra llegada al muelle el crucero había zarpado sin nosotros. Mi esposa quería ir a toda costa y yo me empeño en complacerla, encontré quien nos podía llevar en una lancha rápida hasta el crucero de nudistas aventureros y abordarlo en medio del mar.


Apenas puse los pies en la lancha me abandonó el valor y con temor pedí un chaleco salvavidas. Con una sonrisa el dueño de la lancha, un hombre curtido de sol y de sal, con aires de capitán de Goleta nos entregó los chalecos y con una sonrisa de marino veterano dijo: -abróchense bien los chalecos, nunca se sabe cuándo el mar nos llama y caemos al agua-.


La lancha salió del embarcadero a gran velocidad persiguiendo la estela del crucero, yo intentaba no terminar en el agua y me aferraba como podía del  húmedo borde de la lancha. Apenas se desdibujó la costa apareció el crucero ante nuestra vista, pero nuestro capitán dio un grito, soltó el timón, se agarró el pecho y buscó desesperadamente beberse el último aliento de vida que se le escapaba. Por encima de mi miedo salté y logré sujetarlo en un intento de ayudarlo, pero me tropecé con sus ojos sin luz, supe que estaba muerto, que su corazón lo abandonó en el suspiro de una ola.


Haz algo dijo mi esposa, debemos alcanzar el barco, yo quería quitarme de encima los  ojos congelados del capitán que se quedaron fijos contra la tarde, derrotado y con mucho miedo le confesé a mi esposa:-nunca supe manejar en el agua, esperemos que alguien nos rescate-. -No debe ser tan difícil-. Insistió mi mujer. -Tiene que ser más fácil que manejar en la ciudad, aquí no hay contra quien chocar y agarró el timón con decisión, en unos minutos había puesto en marcha el motor y nos deslizamos con torpeza sobre las olas y de pronto la lancha chocó contra la punta afilada de una roca sumergida en el agua.


El cuerpo del capitán sin nombre se hundió en las profundidades de ese mar tranquilo y dulce justo a la hora del ocaso y nosotros estamos flotando con nuestros chalecos salvavidas a la espera de la misericordia.


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