Huida

 A mi amigo Miguel Ángel Cortés Rodríguez: defensor de la libertad y quien siempre ha negado la acción de hacer justicia por encima de la ley y las instituciones, a pesar de conocer su inoperancia.

 

El chino Casimiro huye. En su intento por escapar se mimetiza en un circo convertido en fúnambulo y realiza un ejercicio de desprecio absoluto por la vida, en su acto, camina sobre una cuerda tensada entre dos postes. Con el vacío a sus pies se niega a usar la red de seguridad.

El circo atraviesa todo un continente y la gira termina para él en un pueblo en donde Mandinga perdió el poncho. A Casimiro no lo persiguen las leyes. A Casimiro lo persigue la sombra de la sangre ajena, el insoportable peso de una acción atroz realizada con festinación, como un acto necesario de justicia y del cual no se arrepiente, pero se avergüenza. Tarde, reconoce que hacer justicia no le corresponde. Casimiro nunca pensó en el beneficio personal, ni en la gloria, ni tampoco en el reconocimiento de quienes exigen justicia al tomar la decisión. Al chino lo abruma saberse engañado por la venganza, qué ladina, proyectó ante sus ojos la imagen de un compromiso ineludible con la historia y la justicia y lo convirtió en instrumento de desquite.

Por la delgada fisura de la culpa se cuelan las sombras que lo persiguen desde el momento que entendió con horror, que no cometió un acto de justicia impostergable, si no, que por el contrario, se involucró en una despreciable acción de revancha.

Una noche Casimiro camina sobre la cuerda con la seguridad y el desprecio a la vida con los que tiene acostumbrado a los espectadores, quienes pagan sus entradas con el secreto deseo de verlo caer. La luna brilla  con la misma intensidad que lo iluminó la noche de su desventura y un pensamiento le abre la puerta a la sombra que lo acecha, pierde la huella de la cuerda, un único grito unánime lo sostiene  en el vacío. La providencia, o el instinto, lo impulsan hasta una de las argollas que soportan la carpa, intenta sostenerse y no lo logra, pero amortigua el impacto de la caída y en un silencio que paraliza la respiración el chino Casimiro se estrella contra la arena.

Casimiro logra salvar la vida, se rompe la clavícula, unas costillas, la rodilla derecha y así, maltrecho, el circo no lo quiere. El circo lo abandona con el mismo desdén que abandona a los animales viejos que ya no son capaces de hacer suertes.

El chino se recupera de las fracturas y quiere alejarse de este pueblo y de sus habitantes, quienes aseguran tener a un ángel caído. En la estación de trenes, mientras espera, un hombre lo reconoce y le pide ayuda.

–Necesito escribir unas pocas palabras sobre un papel, no se escribir y la letra de un ángel caído debe ser luminosa. Dice el hombre. Con una timidez que conmueve a Casimiro.

El desconocido confiesa ocultar un amor desesperado por una mujer que se marcha en el próximo tren, pero el miedo le impide hablarle y si no logra detenerla, ella se llevará sin saberlo la esperanza y sin esperanza es imposible vivir. 

Se oye acercarse el tren y el chino Casimiro escribe una nota apresurada: en cada palabra escrita queda grabado el profundo sentimiento del hombre y sobre las delgadas líneas azules del papel,  también, la honrada confesión de sus miedos. El chino lee lo escrito en voz alta y apresuradamente, al recibir el papel, el desconocido le entrega un billete como pago y corre por el andén en un último intento de detener al amor de su vida.

Casimiro ha encontrado un oficio digno para expiar su culpa. Busca un espacio apartado, coloca sobre una pequeña mesa el improvisado letrero que acaba de escribir.

SE ESCRIBEN CARTAS 

Y se sienta a esperar.

 

 


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