El peso de una cobardía

  

En el cielo navegan sin rumbo, a la deriva,  los jirones grises y violetas del velamen desprendido de un barco, que derrotado, zozobra en las aguas de un mar desconocido. Los restos de trapo despiden solidarios a un sol, que finalizado su ciclo, se marcha de este cielo de agosto agotada su vitalidad de las primeras horas. El cielo amenazó durante el día lluvias y mantuvo el simulacro de aguacero hasta la última hora, para finalmente borrar la tarde con vientos apacibles y despedir el día y su precario balance sin lloviznas, sin garúas. 

 

En el último instante el sol se resiste a su destino de sombra, niega la oscuridad a la que el destino lo condena cada tarde y lanza un soplo de fuego para incendiar al desprevenido cielo, que sobresalta en oros de intensos rojos y matizados ocres el final de una dulce tarde. Una brocha enorme los difumina en el horizonte, borra el azul y deja este espectáculo de colores y de luz. En un instante, con esta intensidad de última hora, el cielo se confabula para iluminar con estos fogonazos el recuerdo de otra tarde que él había encerrado en el olvido. 

 

Otro incendio lo consume, otro furor, otros desastres, otros arrebatos lo arrastraron al borde de un abismo en donde a pesar del tiempo transcurrido permanece, se mantiene en un equilibrio inestable, dudoso. Persiste en continuar obstinadamente en pie, le falta valor para romper definitivamente con el hilo que lo ata a la pesada rutina de sus días.  

 

Intransigente, la memoria repite aquella acción suya, o sería más acertado decir: su inacción, su pasmo, su falta de carácter, su inmovilidad, de la que está totalmente arrepentido. Pero el arrepentimiento no le devuelve el consuelo y el odioso recuerdo se convierte en juez y jurado y verdugo y fiscal acusador y le señala su reprochable acto de cobardía. Intenta escapar por algún recodo de la memoria, se interna en los recovecos del olvido, pero tenaz y persistente el recuerdo se queda y lo lastima.  


Su conducta de ayer rebota sin hacer ruido en la memoria o en la sangre, quizás en ambas, no lo puede distinguir con certeza, lo que sí puede asegurar es que su conducta rígida e inamovible, a pesar del tiempo transcurrido, pesa un mundo. Él soporta calladamente esta carga sin atreverse a compartirla con nadie, el peso de su cobardía le impide avanzar, es un estorbo inflexible parecido a una sentencia irrevocable, silenciosa, cruel, como la fatalidad del papel que le tocó jugar en un evento al cual era completamente ajeno, pero paralizado de miedo presenció aterrorizado. 


Busca una hendidura, una fisura, una tenue línea de luz que le permita iluminar la esperanza, pero fracasa y se refugia una vez más en el silencio, no es capaz de mirarse en los espejos para no ver el rostro de la culpa y la vergüenza.      


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