La tía Estílita

El baúl siempre estuvo allí, nos miraba desde el silencio, desde el pasado, desde íntimas incógnitas. Ese arcón antiguo se había ganado el derecho de permanencia en nuestra sala. Su presencia en todos mis juegos era inevitable.

El brillo de su chapa de hojalata está impreso en mi memoria, también, sus gruesos cinturones de cuero ajustados a hebillas relucientes. El enorme candado en el centro simula un ojo vigilante y mantiene encerrados en su estricta seguridad secretos familiares.

El cofre es un bulto que crece encima de la alfombra, un lomo parecido a la sombra que cargaba la tía Estílita sobre la espalda, que venció su columna pero jamás su voluntad, ni sus modos amables, ni tampoco su sonrisa de dientes perfectos, ni su voz apacible de señorita eterna.

La pronunciada joroba nunca la doblegó. La tía Estílita permanecía entre columnas alineadas de ollas y cacerolas, ante un ejército de cucharas de madera y vapores estimulantes. Yo la encontraba entregada a la vigilancia de los cuatro fogones encendidos, a sus llamas azules, al punto exacto de ebullición para soltar generosa la sal y obligar los aromas de los guisos, los olores de aquellas inolvidables comidas que devorábamos: el mondongo regado de garbanzos y mucha panza y mucha tripa. La sustanciosa sopa de rabo y su equitativo tropezón de mazorca. El jugoso conejo al coco. Y el gustoso tarkarí de chivo, único plato que podíamos comer con las manos.

El bulto que lleva la tía Estílita sobrepasa su espalda, es inevitable su chocante presencia. La dignidad la ayuda a sostener con facilidad bandejas entusiasmadas de suspiros, a construir torres con roscas morenas de papelón y canela, sin dificultad puede sacar del horno la lata que encierra el quesillo bañado en caramelo y que navega sobre agua hirviendo.

La tía nunca vistió pantalones, usó invariablemente y a toda hora vestidos de algodón con botones y mangas cortas que llamaba camiseros, y en el estampado de la tela el rigor impuesto del medio luto. Yo desconocía la naturaleza de ese duelo, un respeto guardado con estricta voluntad por la ausencia del padre, o la falta de un hermano, o quizás, por algún amor contrariado. Su vida era un misterio.

El día que las puertas de la cocina se cerraron yo no estaba, había iniciado la fuga geográfica que todavía hoy me mantiene cruzando fronteras sin arraigos. Ese día todos nosotros nos extraviamos en los extravagantes caminos de las especies, en los excesos de la sal,los aromas perdieron intensidad y ya no son los mismos, pero en el recuerdo permanecen intactos y se enfrentan a la distancia y a los peligros del olvido.

Con intransigencia obstinada trato de reproducir esos olores, mantener viva la herencia de los sabores que perduran en la memoria. Fracaso en cada uno de mis intentos. Soy víctima de prisas innecesarias y seguramente me falta un ingrediente indispensable, o equivoco el riguroso orden necesario, o me salto un paso en el procedimiento. Los secretos de la receta se escabullen, me evaden.

Finalmente, creo que carezco de la determinación que caracterizó siempre a mi tía Estílita.


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