Día de Júbilo

Permanezco en las profundidades de la tierra, deambulo en oscuros túneles bajo las piedras y cuento los escasos y lamentables brotes de arenisca en el ejercicio de este oficio de topo ciego.

Estoy condenado a pasar mis días en la oscuridad arañando la tierra. Allá, afuera, el sol ilumina los colores: la brisa azul y el rosado aroma de los duraznos son un recuerdo permanente de mi cita postergada hasta encontrar un hilo de oro en este exilio voluntario y necesario.

Mis días se reducen a este socavón, a este laberinto de galerías inestables, al precario y vacilante haz de luz que alumbra mi próximo paso. Resignado al destino, a ese futuro que está escrito en páginas desconocidas, con algo de ese miedo inevitable que llevamos agazapado en nuestras decisiones, enciendo la mecha. Yo apuesto por la esperanza, conozco el riesgo que corro, pero es una decisión tomada y no tengo alternativas.

Atento a los imprevistos miro con escepticismo serpentear la lumbre, intensas chispas verdes tornasoladas dejan un efímero rastro de niebla y la detonación no se hace esperar. Una herida más expuesta en el fondo de la tierra. Mantengo los ojos abiertos a pesar de estar abrasados por el polvo y la pólvora,  el humo se disipa. Me arrastro hasta el boquete abierto, me falta el aire y estoy a punto de desfallecer, pero en un giro inesperado mi linterna alumbra una esquina, filosas aristas de pedernales protegen un recodo recién abierto, intentan esconderlo de la codicia de mis ojos, pero no pueden ocultar los destellos luminosos y alegres que despide la roca viva.

Encontré la veta que finalmente me cambia la vida y me permite volver a la superficie.


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