Una gota derramó el vaso
Al despertar confirmé el rigor del
ensañamiento, el cerco de la violencia. La ración de miedo. Una vez más falta
la luz. No logro aceptarlo. No lo soporto.
Doy vuelta a la llave de la regadera y
con creciente desilusión compruebo que también falta el agua. Sin bañarme, sin
cepillarme los dientes, de mala gana, me visto en la oscurana. Contengo la ira.
Bajo por las escaleras, los 19 pisos que me separan de la calle.
Camino hasta la parada del autobús y
resignado hago mi primera cola del día, está más larga que de costumbre. Se
dispara el fogonazo de un pensamiento y me asusta.
Y si lo mando todo bien lejos. ¡Al
mismísimo carajo!
Otros pensamientos acuden de inmediato y
sofocan el arrebato. Cuidadosamente envuelven este pensamiento. Lo amordazan
con la letra incandescente de una sentencia. ¡No puedes darte ese lujo!
Finalmente llego a las puertas del Ministerio para cumplir con desgano este
turno de ocho horas, y esperar el pago del salario mínimo, a ver cómo me las
arreglo para sobrevivir con las reglas económicas que impone el aumento desconsiderado
de los precios.
Me acomodo la sonrisa de cada día,
ajusto la corbata, bajo la cabeza. Hago otra fila y espero mi turno para subir
en el ascensor. Miro el suelo y acepto en un silencio cómplice el engaño que
dictan los televisores encendidos. Conozco la amenaza velada.
En treinta y dos años no he vivido nada
sensacional. Mi vida es la secuencia repetida de actos que han de llevarme por
un camino deslucido y en sombras, se cumplen veinte años de la Revolución
Bolivariana y no he tenido siquiera borracheras providenciales y mucho menos
noches extraordinarias de lujuria. Mi rutina es asfixiante.
A la hora del almuerzo decido emprender
la inusual cacería a un paquete de café, nuevamente la afrenta de una cola
interminable, esta vez en el supermercado. Se siente el opresor peso del
silencio. Inesperadamente, de improviso, se levanta insolente, sin pedir
permiso y mucho menos disculpas, la voz de una mujer: ‘esta escasez es parte de
la política del gobierno, nos ha paralizado de miedo y nos mantiene sujetos,
embozalados, mendigando lo que nos corresponde como ciudadanos-. -Cada hora que
pasa sin levantar nuestras voces, sin exigir lo que es nuestro legítimo
derecho, es una victoria de la Dictadura, cada injusticia sin denuncia nos hace
cómplices, el miedo nos aniquila-.
Alguien comenta a mi lado. -Esa mujer no
debió reclamar-. Cierro los puños con fiereza, me ahoga la impotencia y aquel
pensamiento de la mañana surge con mayor intensidad.
Y si lo mando todo bien lejos. ¡Al
mismísimo carajo!
La mujer abandona la fila, se marcha con
los ojos encendidos de rabia y las manos vacías. La moto, ese símbolo de miedo
y terror que nos persigue hasta en sueños, pasa a su lado, le arrebatan la
cartera, la tiran al suelo y oímos claramente la amenaza, que va dirigida a
nosotros:
¡Aprende a mantener silencio!
La moto sigue su marcha amparados en la
impunidad, intocables, crecidos en la costumbre de no encontrar resistencia.
Pero hoy un resorte desconocido, la pequeña llama de una esperanza despierta un
reflejo y al pasar triunfantes junto a mí los empujo. Pierden el equilibrio y se van al suelo, uno de los
motorizados, que mantiene su arma levantada se le escapa un tiro y mata al
conductor.
Corro. Con un miedo atroz, corro,
aterrorizado, corro en medio de los autos y oigo los gritos de mi perseguidor:
-Es la policía- -Detente- -Te digo que
te detengas-
Oigo más disparos. La suerte me acompaña y no me
alcanzan los proyectiles. Escapo. En este momento, en este día, una vez más, la
frase regresa al pensamiento y un sol enorme la ilumina
Y si lo mando todo bien lejos.
¡Al mismísimo carajo!
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