La Banda de los Cachorros


(Historia prohibida)

Estrella y el Pelucas fuman con ansiedad de la misma pipa en un sucio callejón que comunica la Avenida Solano López con el Boulevard de Sabana Grande. Al calor del fuego el cristal se resquebraja, la piedra se abre, y en el silencio de las tres de la mañana el leve sonido del crack los estimula, se enciende la sangre en las venas, se dispara a mil el corazón y se disponen a cazar.
El Boulevard está vacío y la trampa dispuesta, ellos caminan sin decir una palabra, están  seguros de encontrar una presa, son muchos los Bares que permanecen abiertos, pero ellos tienen prohibido entrar porque aún son menores de edad. En la madrugada siempre hay un borracho pendejo, que envalentonado con los vapores del alcohol deja la seguridad de los locales, y con paso inestable intenta llegar a su casa.
Tienen una ruta marcada de antemano, una rutina que siempre ha dado resultados, que hasta ahora no les falla, un plan sencillo que ejecutan con la precisión de la costumbre, con la seguridad de la sorpresa, con la confianza de las sombras, con la certeza de los cuchillos, con la solidez de grupo, con la convicción cierta, que la vida no vale nada, con la evidencia de ser menores y no proceden los castigos.
Localizado el objetivo, como inocentes criaturas desvalidas en la noche se colocan a los lados y en una instantánea graban la imagen: Reloj, anillo, cadena y bajo amenaza exigen también el celular y la cartera. En segundos cambia de dueño la fortuna. Propietarios de tesoros ajenos corren por calles que conocen de memoria.
Casi al final del Boulevard, en las puertas del Colosseo, dos hombres que hace rato pasaron la frontera de lucidez, se detienen el momento justo para encender sus cigarrillos y fumarse la madrugada.
Estrella reconoce a uno de ellos, la emoción se confunde con la ira, todavía no se ha resignado al dolor, en sueños ha forjado cien venganzas y hoy, antes de amanecer el décimo día de su juramento, habrá cumplido su promesa, su palabra inquebrantable.
Habla con el Pelucas, cambian los planes, es otra distinta la estrategia, es diferente el riesgo, son otros los peligros, y sobre todo es incomparable el premio.
Hace exactamente nueve madrugadas, este mismo hombre ejecuta su oficio de verdugo sin ningún remordimiento. Viste uniforme militar, está armado y protegido por un chaleco antibalas, el rostro cubierto con una aterradora calavera negra.
Hace nueve días amaneció sábado y más de doscientos cuarenta hombres, con pasamontañas y enmascarados con la muerte despiertan a los habitantes de los Jardines del Valle a los gritos: ¡OLP! ¡Abran la puerta!
Su hermano la ayudó a esconderse. Destrozada la puerta el hombre entró y disparó, uno, dos, tres y pierde la cuenta. El hombre se quitó la máscara por un momento amparado en la ausencia de incómodos testigos. El rostro del asesino de su hermano se grabó con la fuerza de todos los odios para siempre.
Su hermano le lleva apenas tres años, quiere que deje las calles y vuelva a la casa. Podemos esperar juntos a que nuestra madre salga de la cárcel, le decía. Se lo llevaron muerto y ya no pudo recuperar el cuerpo. No hay respuestas para una niña, nadie presta atención a las lágrimas de sus quince años.
Estrella sabe que estos hombres son el gobierno, son intocables, son peligrosos, y se amparan en la impunidad del uniforme, pero están borrachos, y ella no está sola, la acompañan los desamparados cachorros, tiene un plan, es una aventurera acostumbrada a correr riesgos y el odio la ha convertido en el Ángel de la muerte.
Los hombres llevan un bolso, sabe que esta gente está armada, pero intuye, descubre, con ese olfato que solamente da la calle, que llevan las armas en el bolso.
A la carrera el Pelucas le arrebata el bolso a uno de ellos. Con pasos lamentables intentan perseguir a los niños que ganan con rapidez la esquina Pascual Navarro. Se estrechan los caminos, se angosta el tránsito de la vida, se ensanchan los peligros.
Estrella los encara, salta al cuello del sargento asesino de su hermano y lo acuchilla, una, dos, tres y pierde la cuenta. Aparecen los cachorros, empuñan en sus pequeñas manos de seis, ocho, diez años apenas, sus puñales letales.
Se hacen cargo de la muerte sin máscaras, con el rostro descubierto ante una luna estupefacta por el asombro. La Banda de los Cachorros ha subido un peldaño, abandonan los cuchillos ensangrentados, ganan el derecho de usar las pistolas robadas.

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