Soldado de Cristo



Por voluntad propia me he recluido en este viejo monasterio que  momentáneamente me sirve de parapeto. Quienes me apoyan no imaginan que huyo, que escapo. Reconozco lo  inútil  de este acto y tarde o temprano mi perseguidor me dará alcance, pero debo intentar evadirlo hasta donde me sea posible.

Soy integrante de la Legión de Cristo, acudí al Obispo y le pedí licencia para quedarme en este lugar y hacer penitencia, meditar y orar. Sin hacer preguntas, acostumbrado a llevar acuestas el peso de secretos inconfesables de la curia y de particulares, el Obispo firmó los documentos necesarios. 

Desde la almena de esta vieja y magnífica construcción puedo ver lo portentoso de la creación de nuestro Señor, la presencia Divina en cada grano de polvo, en el viento, que incansable acaricia los árboles, que pone a las nubes en movimiento, que no conoce el ocio. Cada elemento ocupa su justo lugar para ser posible el milagro de la vida y esto se lo debemos únicamente a la gracia de Dios.

Los científicos se vanaglorian de sus avances, demuestran que las fibras de  colágeno confieren una resistencia mayor a los tejidos que las contienen, como el aire da vida al rebote de un balón. Según sus descubrimientos el colágeno está  presente en las arterias, el esófago, la piel. Cegados  por su gigantesco ego únicamente ven a través de sus microscopios, desconocen, apoyados en la ignorancia del conocimiento, que el gran poder de Dios es lo que permite a los tejidos que lo necesitan contener colágeno.

Dios mío, tú que eres mi soberano guíame en esta penosa hora que sobrepasa mi humilde condición de estropajo terrenal, no tengo dudas acerca de tu existencia, creo firmemente que eres mi salvador, omnipotente, omnipresente, omnisciente, mi juez y protector y a ti acudo en este momento menguado.

De la mano de San Expedito entraste a mi corazón. Santo de las causas justas. Patrono de las fuerzas armadas. Protector de la juventud, de viajeros y navegantes. Consuelo de los moribundos y los enfermos. Guiado por San Expedito abracé la fe cristiana y con fervor dediqué mi vida a servirte.

Desde tu primera llamada decidí alejarme de rangos y posiciones, abomino empañar la firme convicción de tu existencia en una lucha sin cuartel por un lugar de sacerdote en tal o cual diócesis, obtener por cualquier medio, en contra de los principios de la misma iglesia, el título de Obispo, o enfrentarme a mis hermanos por las vestiduras de Cardenal. 

Voluntariamente me convertí en el más obediente integrante de la Legión de Cristo. En un intento por emular a San Expedito, quien fuera un valeroso soldado romano, me transformé en un soldado anónimo y disciplinado de Cristo.

Solamente quise ser tu humilde servidor, que cada uno de mis actos sirviera de  alabanza y prueba de mi veneración, pero alguien vio en mí la capacidad innata de poder mimetizarme, el don divino de pasar desapercibido, de ser un fantasma en el olvido  y realicé tareas innombrables por orden de la iglesia.

Mi Dios, no puedo culparte. Soy el único responsable. Me entregaste entendimiento, el libre albedrío, la libertad, los mandamientos y me convertí en instrumento de intereses mezquinos ajenos a tu bondad, a tu amor. Hace mucho tiempo que no me pertenezco y estoy perdido, acepto mi culpa, mi gran culpa, merezco un castigo ejemplar.

Debo preparar la bienvenida. Mi perseguidor se acerca, oigo el ritmo sincopado de sus pasos irregulares. Tocan la aldaba. Ahogo un grito. Abro la puerta. Es imposible mimetizarme, esconderme de  mi sombra, que se ha erigido en juez supremo y me exige la debida rendición de cuentas. Ha llegado finalmente el día señalado.

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