El genuino acto de conmovernos


Entré a la habitación que presumí, al principio, deshabitada. Contra todo racionamiento y lógica, encontré en la esquina que mira al oriente a un hombre menudo, sin camisa y en cuclillas, que abstraído de todo el escándalo exterior recita entre dientes letanías.
Afuera, espera un grupo de hombres comandados por mí, joven alevín de constructor, a quien le encomiendan estas tareas secundarias, de derribar endebles estructuras.
Los hombres aguardan con cierta impaciencia mis órdenes para iniciar los trabajos, y demoler este mismo día la humilde vivienda, que según los informes, debía estar abandonada y sin ningún servicio.
No me sorprende la presencia del hombre en la habitación, en otras oportunidades similares, he encontrado personas dentro de espacios sujetos a la demolición y por eso tomo ciertas precauciones antes de iniciar la destrucción, personalmente realizo una inspección minuciosa del espacio que derrumbaremos con martillos y arietes.
Las personas que en otras oportunidades había encontrado eran malvivientes, hombres y mujeres que por distintas razones optaron vivir en la calle y estos baldíos carcomidos por la desidia, el tiempo y el abandono, eran convertidos en refugios de paso, y no se ocupaban en lo  más mínimo por la limpieza o el orden. El mal olor, la basura y sobre todo las botellas de aguardiente barato se acumulaban en las esquinas.
En esos casos el trámite era relativamente sencillo, llamaba desde mi teléfono celular a las autoridades y los guardias se ocupaban de esa incomoda tarea de desalojar los invasores. La mayoría de las vecrs no era necesaria la fuerza, y se marchaban sin violencia, demorando mi tiempo con sus lentos y gastados pasos, rumiando entre dientes insultos y amenazas.
Sin grandes diligencias, sin escándalo, eran devueltos a las calles y regresaban a la intemperie con los ojos apagados, sin esperanza, cargados de sucesivas derrotas, de reiterados fracasos.
Las autoridades interesadas en el orden, más que en cualquier otra cosa, los miraban irse, sin ocuparse en donde dormirían esa noche Ni siquiera exigían un control de identidad, los guardias sabían que era un procedimiento inútil. Quienes deciden vivir en la calle, en su primer acto consciente de rebeldía se deshacen de los documentos, es un acto justo, una respuesta válida contra el Estado, es su manifestación práctica de rechazo a ser ciudadano, es su proclamación de no pertenecer ni obedecer ninguna ley de ese Estado que los abandonó.
Con los ojos cerrados el hombre se mantiene absorto en la devoción a un Dios que me es tan desconocido como indiferente, no se entera de mi presencia y sin cambiar de posición, permanece recitando letanías en un idioma incomprensible.
Me sorprende la limpieza, la ausencia absoluta de lo mínimo elemental, en la pared, colgada de un clavo, la camisa. Este hombre vive literalmente “con lo puesto”
Soy un muchacho de firmes convicciones, no soy voluble, pero algo en este hombre me conmueve.
Despacho a los hombres que esperan afuera, los convoqué para el próximo día con la promesa de pagarles el doble por el tiempo perdido.
Entré de nuevo, el anciano se mantiene en el mismo lugar y en la misma posición, guarda silencio. Lo ayudo a ponerse la camisa, sin decir palabra en mi auto lo llevo a un lugar de acogida para menesterosos, hablo largamente con el médico mientras lo preparan para su nueva vida. Antes de irme quise verlo de nuevo, saber si se adaptaba.
El hombre estaba acomodado en un rincón de la sala común. Ya bañado, vestido con ropas limpias y afeitado había regresado al mundo. Lo reconocí: era mi abuelo, el abuelo que había perdido tres años atrás en un ataque terrorista de guerrilleros comunistas.

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