El misterio de la incógnita resuelta de antemano


Recibí el correo de manos del conserje, reconozco en el remitente a un gran amigo, a un entrañable de puño y letra, rara especie en extinción, que mantiene intactas anacrónicas costumbres: certifica sus cartas, coloca alineadas las estampillas correspondientes y con su estilográfica dibuja en tinta negra sobre una impecable página en blanco, diminutas letras de imprenta, con ellas, alimenta líneas imaginarias, caminos de hormigas entre márgenes precisas.

Son inconfundibles los detalles menores que caracterizan su trazo y seguramente, en la simbología de la ciencia grafológica se podrían descubrir los intensos matices de la personalidad de mi amigo Bernie: algo dirán los estudiosos de sus gordas consonantes, de sus estilizadas vocales y del impecable acento marcado con precisión gramatical, sobre su preciosa caligrafía.

Sus cartas son amenas, divertidas. Mi buen amigo Bernie, tiene esa capacidad de entrelazar cuentos entretenidos y menudos, que en el texto, se convierten en los personajes centrales de importantes mensajes encriptados. En sus relatos, sorprende ese toque de humor y cinismo compartidos, que a mí me falta y no consigo a pesar de mis esfuerzos.

Al recibir la carta perdí las buenas costumbres que me caracterizan y en el paroxismo de una emoción desmedida quise leerla de inmediato, intenté llegar apresuradamente a ese templo en el que he convertido mi estudio y omití por completo el bastón, olvidé el incondicional apoyo de ese trozo vertical de madera, con empuñadura de plata, que no debo abandonar y con una negligencia impropia de mi edad, intenté avanzar con ligereza y descuidé el sostén que me mantiene dignamente en pie.

En presencia del conserje, de su trato amable y considerado, de sus atenciones y consideraciones con mi persona y con mi edad, renegué de mi torpeza, maldije en buen castellano altisonante mi condición de lisiado y en esos breves instantes perdí por completo, literalmente, los estribos, me enfadé con las sombras del pasado y se me escaparon las liebres de la cordura.

Con dificultad pido disculpas al amable conserje que se ha quedado terriblemente sorprendido. Guardo el sobre sin doblarlo en el bolsillo interior de mi chaqueta, de inmediato retomo la compostura perdida y en silencio, abrumado con lo injusto de mis actos, espero con sobrada impaciencia y pena, que se abran las puertas del ascensor para desaparecer.

Llego descompuesto al departamento, me preceden los restos de la rabia que no termina de quedarse en el pasillo, detrás de la puerta, y me arropa la vergüenza. Camino directamente a la cocina, enciendo el hervidor, preparo un té amargo, me sirvo un alfajor de membrillo y camino al estudio ayudado con el bastón: llevo en el bolsillo la carta de mi amigo y sobre un plato, la taza de té y el alfajor de membrillo.

Me siento sobre el sillón, bebo un sorbo del té, rescato la carta, tomo del escritorio un cortapapeles de marfil, hago un corte preciso en el sobre, extraigo la carta y leo:

Hola JJ. En tu texto “Un sueño imposible” colocas esta cita antes del relato:

Me está negado sustraerme al severo dictamen de mi realidad.

(J. Maita)

Una vez, hace mucho, leí la definición y el título que nombra a estas citas en literatura, hoy la memoria me juega malas pasadas y no logro recordar el nombre que reciben, seguramente tú lo recuerdas. Bernie.

P.D. 

¿Sabes?...acabo de encontrarlo, hace rato que estaba en su búsqueda. La cita recibe el nombre de epígrafe y debe venir invariablemente firmada, en reconocimiento del autor. Perdón por la molestia. Jota.

Dejo la carta abierta sobre el escritorio.

Recuerdo vagamente el texto al que mi amigo Bernie hace referencia, pero conservo intacto en la memoria el detalle del epígrafe. Esta carta de mi amigo en la que precisa una respuesta para una incógnita que él resuelve de inmediato, no me deja dudas. La pregunta que no se atreve a hacerme es otra, la pregunta que requiere respuesta es: 

¿Quién firma el epígrafe?

Creo conocer bastante bien a mi amigo y puedo asegurar que intentó descubrir manoseando en su extensa biblioteca al autor escondido detrás de la firma, sospechó que era apócrifa, presumió una conjetura entre múltiples imprecisiones, vislumbró una respuesta, pero necesita confirmar la autoría del epígrafe y es incapaz de interrogarme directamente. A mi amigo Bernie no le gusta quedar en evidencia y se le ocurre con esta carta abrir la puerta de nuestras viejas y controvertidas conversaciones.

No me queda otra alternativa, debo escribir a mi amigo Bernie, agradecer su correspondencia y comentarle, entre otras muchas cosas: que me tomé la licencia de firmar el epígrafe del texto “Un sueño imposible” con la inicial de mi segundo nombre y de mi apellido materno.



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