Las incógnitas de la edad

  

Tengo setenta y cinco años y  me siento con ánimos suficientes para seguir viviendo, desde luego, no quiero crear confusiones ni falsas expectativas sobre mis capacidades y debo decir, que se suman a los años las limitaciones propias de la edad y muchas veces, el cuerpo no acompaña al espíritu, pero ante esas eventualidades predecibles, el carácter inquieto que me identifica no me abandona, ni tampoco la decisión de seguir adelante.

 

Reconozco sinceramente que carezco de aquellos bríos de los cuarenta años y son otros los intereses que me animan, totalmente distintos a los que en aquella época me acompañaban y me obligaban a llevar los zapatos apropiados, puntual la etiqueta en el vestir, los trajes a la moda, justa la corbata, exacto el nudo, impecable el cuello de la camisa. Pero a falta de esos bríos de los cuarenta años y con la esperanza de otros deslumbramientos, poseo la misma emoción por seguir el rumbo que mi destino dibuja. 


Debo confesar que en otro ciclo de mi vida, en ese lúcido período de los cincuenta años, gobernaron mi comportamiento los horarios que impone el compromiso laboral. En ese entonces, defendía con argumentos propios y ajenos los enunciados del trabajo en equipo y el estricto cumplimiento de las normas establecidas.


También, es verdad, no puedo ocultar, que a esa edad mantenía la lejana esperanza de obtener un cargo que me permitiera impulsar las novedosas ideas que se me ocurrían y asumir otros compromisos en el trabajo, era yo en ese entonces quien imponía el ritmo para cumplir las tareas en una desaforada carrera por la obtención de un reconocimiento, reconocimiento que nunca obtuve, pero pensé merecer por el esfuerzo realizado.


Hace rato que pasé por los sesenta años y en esa etapa recuerdo los temblores, las convulsiones, el espanto, el vértigo que me causó la amenaza de la jubilación, ese nombre con el que se designa la exclusión del ambiente en donde has crecido profesionalmente. A mis sesenta años y obligado por la inevitable circunstancia de la edad, enfrenté  el miedo a la jubilación, que en aquel momento sonó temprana y también injusta. Parece una paradoja, pero retirarse requiere un mayor sueldo, esa es la estricta realidad de las matemáticas de quien está próximo al retiro, de mala gana esta otra cara del destierro y me despedí de un entorno que hice mío por más de tres décadas.


Hoy, a mis setenta y cinco años mantengo el paso firme todavía, he dejado mucho lastre en el camino, pero no me rindo. Soy un hombre activo y a pesar del carnet de jubilado, que me acredita a participar en las reuniones de esa cofradía, me niego a ser parte de esa asociación de quejas ambulante, de ese grupo de eternos convalecientes que se reúnen para hablar de sus falencias, del dinero que no alcanza, de los achaques, de la salud que siempre falla, de la falta que hacen los ausentes, de los muertos que nos alcanzan. No hay nada positivo en esos encuentros en donde la risa es tan falsa como los dientes.


Mi afán por vivir sigue intacto, están presentes las mismas intenciones de contribuir, de aportar mis conocimientos, de compartir mi experiencia y por el puro placer, por la necesidad del ejercicio intelectual, mantengo presencia junto a un grupo de profesionales jóvenes y activos, por supuesto sin sueldo, sin salario, sin pago alguno. Mi única exigencia es un espacio para realizar las tareas que se me asignan, este requisito que pido para colaborar en las investigaciones es un ardid para escapar del encierro de mi casa. 


Mi colaboración es flexible y me doy la libertad de trabajar cada día el tiempo que considero justo, pero he advertido a mis colegas, que la hora del almuerzo es sagrada, porque apetito no me falta y me alimento con porciones abundantes.

 

Hoy, por cierto, no pude resistirme a un plato rebosado de caraotas negras, regadas generosamente con azúcar y picante, acompañadas de arroz blanco y carne asada, que ingerí despacio con una una cerveza helada. Regresé a la oficina, continué mi labor y a las seis de la tarde entré a mi casa bañado en sudor, me acuchilló en el abdomen de improviso un retortijón, un nudo en el estómago me dobló de dolor. Mi esposa corrió en mi auxilio. Para ella, un quebranto por pequeño que sea siempre enciende las alarmas y se disparan alertas exageradas. De inmediato llamó al doctor, un viejo conocido y le habló de apendicitis, o su estado más agudo, la peritonitis, de un posible colapso de los intestinos, de una falla en la vesícula, de la sombra de la muerte que se acerca, que me cubre. 


El doctor se presentó a la carrera y luego de examinarme con rigor me obligó a contestar un cuestionario de preguntas sobre mis hábitos alimenticios y concluyó con un diagnóstico menos extremista, más moderado y nos dijo. -No hay necesidad de realizar exámenes de laboratorio y menos de hospitalizarse en una clínica para realizar una peligrosa intervención-. 


Luego, con una desacostumbrada carcajada comentó. -En esta oportunidad se te atravesaron los porotos-. Y puntualizó con la seriedad que acredita el título de doctor. -A tu edad, debes ser más comedido en las porciones-.


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