El paso de la hora oscura

 A mi hermano Ramón Morales


Parece que me levanté con el pie izquierdo y el orden elemental de las cosas se trastornó, las dificultades comienzan desde el principio de la mañana, una tras otra y sin tregua las complicaciones se encadenan, no pasan desapercibidas y enturbian este día, a media tarde se suelta una sospechosa jauría de confusiones y abren la puerta a infinidad de pequeños y maliciosos embrollos, caigo en las trampas de la mala hora, no me permito  un solo momento de ira y logró un triunfo. 


El ojo torcido de una luna menguante me vigila, el paso de una luna mala, impone su rigor y me toca entregarme sin resistencia a sus imprevisibles designios, me escudo en la resignación de la derrota. Total, reconozco que el poder de una hora oscura es efímero, transitorio, pasajero. Ante lo inevitable de esa fuerza que niega la luz, me sostiene el aliento de la sabiduría popular, la delgada llama de una vela, la memoria de los pueblos, que acuña estrategias de su experiencia y la presenta ante la eventualidad de los imponderables con la magnífica frase: -no hay mal que por bien no venga-. 


Llega la tarde entre escaramuzas, los amigos permanecen intactos, es un logro, pero la victoria no es un hecho todavía. El combate de este día ha sido duro y he logrado con éxito evitar más de un traspiés, el rigor de la mala hora se mantiene y no hay lugar para el descuido. 


No frecuento los bares, pero necesito mirar el mundo a través de otras ventanas, mirar de cerca a los insolentes fantasmas, a los terribles demonios que despiertan los vapores de alcoholes destilados y olvidarme de este día, del paso atroz de la mala hora. 


En el bar, al trasponer la puerta, la espesa densidad del ambiente y la falta de luz me confunde, con paso inseguro camino alrededor de la barra y al fondo, en la última esquina, encuentro un lugar vacío. 


Atrincherado entre botellas y copas, el hombre que nos atiende despacha solícito con maña y sabidurías aprendidas con el tiempo, se multiplica y es suficiente para el servicio, el espejo que cubre toda la pared repite sus movimientos, sus gestos, es la viva  la imagen de la experiencia. Conocedor de su oficio, llena los vasos con precisión y presta sus atentos oídos a todas las historias. Pido un ron Santa Teresa de 1796, yo lo tomo en vaso corto y sin hielo, a diferencia de otros licores, en los vapores de este ron no se respiran rencores.


Paseo la mirada por el entorno en donde otras vidas tan ajenas y distintas a las mías se diluyen en las bebidas, no me sorprenden los rostros, ni las circunstancias y me dedico a observar en silencio el paso de mi mala hora.


Un hombre solo, frente a una botella de Tequila Reposado, se abandona a la silenciosa compañía de sus muertos, le pertenecen íntegramente, él condujo los cuerpos hasta el punto en donde no hay retorno y ahora salen del pico de la botella con la insolencia habitual de quien tiene vivos los reclamos, irreverentes lo escoltan, en los ojos de esos muertos que lo acompañan está grabado el asombro de tropezar con el último minuto de su vida antes de tiempo, los rostros lívidos denuncian la ausencia de aliento. En el bigote del hombre que bebe en silencio Tequila Reposado, se dibuja su ocupación y en la cintura asoma, tímida, la empuñadura de la pistola, que cruelmente fiel, lo ayuda en el ejercicio de su oficio.


Alrededor de una mesa y frente a sus espumosos jarros de cerveza, la escandalosa juventud celebra sus triunfos, cumplen con el compromiso de vivir intensamente el instante: el pasado no ata, el futuro no inquieta, el dinero no preocupa. Tienen prisa por vivir y no permiten que las cervezas se entibien en los jarros. No hay lugar aquí para la pesadumbre, que huye de ese entusiasmo contagioso y se viene a refugiar en la barra, el viejo barman la sirve con hielo picado, en vasos largos y cristalinos.


Este es un lugar de hombres, las mujeres son siempre bienvenidas, pero pocas se arriesgan a este bar de sombras, de inquietudes. Ellas prefieren salones más luminosos, con otra música que acompañe las conversaciones amenas y divertidas de las amigas, en donde el riesgo de un mal encuentro es menor y  hasta un mal momento está medido.


Hay un odio de víscera enferma, de entraña podrida, que no puede esconder el hombre sentado a mi lado, intenta ocultarlo dentro de su impecable traje a rayas  y apura con prisa, uno detrás de otro, vasos de whisky con soda. Su intención no es el olvido, alimenta el encono e intenta inútilmente animarse con las infidencias que manifiesta con torpeza a quien nos sirve, que con su camisa blanca y su corbata negra oficia cada noche de confesor silencioso. El hombre de traje a rayas, que permanece sentado a mi lado, enciende detrás de cada sorbo la llama de la inquina, mantiene viva la animadversión con cada trago de  whisky, el hielo de la bebida no le enfría la sangre y en su turbio pensamiento vence una vez más la sinrazón del incordio, que se esconde detrás de banderas de justicia. 


En una de esas vueltas de rostro perdido, su sonrisa tropieza conmigo, con mi vaso de ron, con mi resignación de transitar la mala hora que me tocó, con mi semblante inmutable. El resentimiento nubla la inteligencia, borra el juicio y lo obliga a cometer un acto imprudente, impropio, una acción impulsada por el rencor. El odio que lo sostiene se hace dueño del momento, guía sus actos y el hombre sentado a mi lado, que bebe whisky con soda, toma el cuchillo de cortar limones y me apuñala sin decir palabra. 


Amanece, son otros los afanes de este día, nuevos los imprevistos que debo enfrentar, el ánimo es distinto. Despierto frente a unos ojos del mismo color del ron que yo bebía, viste de blanco y me informa que estuve a un instante de perderlo todo, de cruzar la esquina, de no contarlo. Ella no sabe de la hora oscura, del paso de la luna. Yo le respondo con desatino. -No hay mal que por bien no venga-. Ella reconoce en el tono resignado un oculto entusiasmo y en mi respuesta se delata la intención de los acentos, pero responde. -No te hagas ilusiones-. Su gesto contradice las palabras y la mañana se ilumina con su sonrisa de dientes perfectos y labios pintados de azul cobalto. Se marcha sin promesas y me deja con mis vendas apretadas.


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