Por los pelos

 

Esta tarde las señales de peligro se filtran con obstinada insistencia frente a mis ojos, los indicios del riesgo que me amenaza se cuelan entre nubes, pero son tenues vestigios de alerta y pasan inadvertidos, se confunden  con el constante barullo de la calle. 


Las pistas aparecen y rasgan los velos, pero aun así, esas manifestaciones me son ajenas, reconozco que carezco de intuición. Sigo adelante despreocupadamente sin prestar atención a los signos que anuncian dificultades, tropiezos. Son muchas las señales, sobre todo, porque vivo en Caracas y Caracas se ha convertido en la capital del caos, según lo que afirma la prensa internacional, enemiga del gobierno.

 

Inocente ante este pavoroso e imprevisible futuro que me espera, literalmente a la vuelta de la esquina, en donde mis huesos se colgarán peligrosamente en el vórtice de un trapecio y le darán un giro inesperado a esta tarde, sin saberlo, llegaré a límites impensados y únicamente el acopio de la serenidad me permitirá salir ileso. Físicamente no sufro ningún daño, pero la evidencia del exceso abre una hendidura en mis convicciones y se hace impostergable repensar, cambiar mis  impresiones, mis ideas. 


Me gusta caminar por las tardes, pasear por calles conocidas y mientras camino hago un repaso de mis logros, reviso mis recuerdos y pienso en las posibilidades de un escurridizo futuro, pero mi tranquilidad será interrumpida por eventos extraordinarios que estoy a punto de contarles, esos sucesos cambiaron el rumbo de mis pasos, me empujaron al callejón del peligro, a la esquina en donde se puede perder la vida y es que el simple acto de caminar por una calle de Caracas a las cuatro de la tarde es una provocación, yo hasta hoy he desoído la advertencia y la horrible experiencia vivida me mantendrá al borde del colapso.


La derecha opositora de la revolución, denuncia que la seguridad en  Caracas está sostenida con alfileres, yo me niego a creerlo, pero al quebrarse la estabilidad mínima con la que he vivido hasta ahora, al romperse la cadena de mi apacible rutina, en el instante que mi vida corre peligro, el violento fogonazo de la realidad me hará entender lo que niego con frecuencia en las conversaciones diarias con mis vecinos, con algunos compañeros de trabajo, que abiertamente adversan al gobierno y se oponen al proyecto revolucionario. Yo estimo que sus afirmaciones son propaganda del imperio. Decir por ejemplo -Vivir en Caracas es mucho más peligroso que vivir en Kabul-. Es  una escandalosa exageración.

 

Siempre consideré esa afirmación un tremendismo de la oposición, un grosero exceso, y ante tal declaración, sin otro argumento que valide mi respuesta, tercamente repito que es mentira y cierro los ojos ante las evidencias, las estadísticas, las cifras publicadas y como un triunfo les aseguro: -a mí nunca me han asaltado-.


La situación que enfrentaré, ese futuro incierto que se hace presente me obligará a cambiar de opinión, tendré otra perspectiva y conoceré de cerca el verdadero rostro de la revolución, que otros señalan con pruebas y que yo me empecino en no ver, obsesionado con la idea de una revolución para los pobres, pero la puerta de las dudas se ha abierto y al tropezar con la realidad, con una verdad que hasta ahora he negado apegado a mis convicciones políticas, se desvanecerán los principios, la verdad me deslumbrará y el cinismo de las declaraciones oficiales quedará al descubierto.

 

Los sucesos de violencia, de inseguridad, alarman cada vez más a la comunidad y los innumerables episodios diarios de injusticias son las desgracias con que se nutren los noticieros, son esas situaciones inverosímiles con las que se entintan los alarmados titulares en los periódicos y que yo afirmo categóricamente que son mentiras, en un esfuerzo  para defender la revolución.

 

Salí a dar una vuelta, a caminar un rato, siempre me ayuda a encontrar salidas cuando me atasco en la solución de un problema en la oficina, instintivamente reviso los bolsillos y me percato que dejé las llaves, la cartera y el celular en el trabajo, pero no quiero devolverme, estoy en el límite del tiempo previsto y no puedo darme el lujo de llegar tarde, reconozco que con las carreras los olvidé en la gaveta del escritorio, pero no me hacen falta.

 

Un auto se detiene junto a mí y un muchacho desde la ventana del copiloto pregunta una dirección, no quiero detenerme y perder mi tiempo en explicarle como llegar a su destino, por eso respondo una mentira: -no soy de aquí-. Digo, e intento seguir mi camino, pero ese  instante lo aprovecha otro de los ocupantes del auto que abre la puerta trasera y sin mediar palabra me empuja adentro con rudeza desmedida.

 

Estoy sentado en el asiento trasero de un auto entre dos hombres desconocidos que me revisan y piden les entregue el celular y la cartera. Con violencia exigen  la entrega inmediata de todo lo que tenga de valor y por si no me he dado cuenta, me apuntan con un arma y confirman: -esto es un secuestro y la única manera de que salgas vivo es que pagues por tu vida-.

 

Temblando de miedo contesto otra mentira: -me acaban de robar, me quitaron todo, no tengo nada-.

 

-Vamos a tu casa entonces-. dice uno de los hombres, al darme la vuelta para responder, descubro en su bolsillo una credencial de la policía política. Repito la primera mentira. -No soy de Caracas, vivo en el interior-. El chofer frena de golpe, me sacan del carro y me tiran en medio de la calle, antes de arrancar a toda velocidad me disparan, la bala silba en busca de mi cuerpo y no me encuentra, en cambio, la realidad ilumina la verdad y yo encuentro que estaba equivocado, que vivía en las sombras del engaño, en las trampas de la impostura.


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