Un empleo perfecto

 



He descubierto que con tres únicas palabras puedo definir mis treinta y cinco años de vida: 

Abismo. Desastre. Ignorancia.


Es posible que muchos no lo acepten, que no entiendan, e incluso que crean que es una temeridad de mi parte afirmar que con apenas tres palabras yo pueda definir treinta y cinco años de vida, y por esa razón me permito contar mi historia.


Recuerdo que recién había cumplido diez años, que había iniciado el cuarto grado de educación primaria, que despedí a mi padre y desde la puerta de la casa lo vi alejarse rumbo a su trabajo y que no regresó jamás, se perdió en una de las tantas calles de la ciudad y ya no pudo encontrar el camino de regreso. Se lo tragó una esquina y no volvió. 


Esa primera semana no fui a clases y sobreviví comiendo sándwiches de atún que yo mismo preparaba. Mi madre, en cambio, caminaba por la casa sin poder encontrar la salida, se quedó encerrada en el círculo oscuro de la desesperación, al borde de la locura. Ella logró mantenerse bebiendo café negro y con un cigarrillo permanentemente encendido entre los labios. Se olvidó por completo de pintarse los labios, de peinarse, de cambiarse la ropa y también de mí. Mi madre enmudeció, se perdió en el vacío del tiempo sin retorno, en una pena de lágrimas y humo.


A mitad de la noche yo despertaba y la sentía entre las sombras, sonámbula, intentando alumbrar el caos al que había sido empujada por las circunstancias, iluminando su propia devastación con la punta del cigarrillo encendido. Mi madre andaba a tientas, desorientada en el círculo del tiempo con las horas borradas. Se levantaba a mitad de la mañana o de la tarde, a la media noche, en la madrugada, siempre entre sollozos. Ella subsistió bebiendo café negro y fumando, con la mirada deshecha detrás del humo del cigarrillo, buscando la huella del esposo perdido, en un intento desesperado por olvidar su aroma.


De ese abismo, de esa catástrofe nos rescató un tío y la vida se convirtió en desastre, en calamidad. Mi madre se entregó con obstinación al servicio de la iglesia y se fue transformando en una de esas velas pálidas y delgadas que ella encendía para alumbrar a los santos y que terminaban derritiéndose  después, a ella no la consumió el fuego, mi madre se fue secando y en apenas seis meses se la llevó la pena.


No volví a la escuela, la ignorancia es mi horizonte  y terminé de aprender lo poco que sé en un puesto del mercado vendiendo pescado con mi tío. Mi tío es un hombre grande, de pocas palabras y menos amigos. Mi tío ignora por completo la importancia de dar y recibir afecto, se guía por un estricto sentido del compromiso, por viejos códigos dictados por la rutina. Sin saberlo, mi tío vive en un naufragio permanente al que yo entré agarrado de su mano y en donde aún permanezco a flote, braceando sin dirección, por puro instinto de sobrevivencia, en un océano sin orilla, ni esperanza.


Cada día, todos los días, sin faltar ningún día y siempre antes del amanecer  aparecíamos a las puertas del mercado como dos sombras silenciosas. A media tarde, después de almorzar, caminando en silencio volvíamos sin tomar ningún atajo, directamente a la casa. Mi tío anotaba en líneas irregulares los números de las cuentas y miraba por la ventana, miraba quizás las formas de las  nubes y en ellas encontraba el pescado que vendíamos al otro día. Luego dormíamos para iniciar nuestra jornada de nuevo en la madrugada, cada día exactamente igual al otro, sin cambios. Hablábamos justo lo necesario, con una economía asfixiante de palabras.  

  

Yo soy incapaz de entablar una conversación con alguien, de intimar, de establecer un nexo, de hacer o mantener una amistad, ni siquiera puedo ser parte de una pandilla, para eso también se necesita una mínima capacidad de compartir una idea y yo no tuve la oportunidad de desarrollar esa facultad, carezco por completo de la capacidad de socializar. No tuve tiempo de aprenderla, tampoco quien me la enseñara.


Una madrugada, camino al mercado me vi las manos relucientes en la oscuridad, parecía estar cubierto de escamas brillantes, en el reflejo de un espejo mis ojos inmensos, que a duras penas cubren los párpados sobresaltan en mi rostro picudo y sin mentón con una boca ridículamente redonda y pequeña, descubro sin asombro que parezco un pejerrey.


Con el miedo terrible de creer que podía convertirme en uno de esos pescados que mi tío y yo vendemos en el mercado,  ese mismo día en el almuerzo le dije a mi tío que estaba muy agradecido, pero quería buscarme la vida por mi cuenta, me miró, intentó decirme algo pero no pudo pronunciar las palabras que se le quedaron atoradas en la garganta, nunca tuvo costumbre de dar consejos, ni tampoco de expresar sus sentimientos.


No volví al mercado, y no me acerco al puerto, las olas chocando contra las piedras producen una sensación de abismo sin fondo del que trato de escapar, yo vivo a orillas de un precipicio, no tengo amigos, me sobran los miedos y mis recuerdos se pierden entre ausencias y carencias.


Una tarde que caminaba en busca de trabajo me detuvo una gitana en medio de la calle y me dijo espantada: tienes mirada de cuchillo mi alma, de punta de pedernal. Da miedo mirarte. Desde ese día camino con la cabeza enterrada en los hombros mirándome la punta de los pies, yo no quiero herir a nadie.

  

Tengo treinta y cinco años, he intentado todos los trabajos que me permiten la ignorancia y el miedo, pero marcado por la inconstancia me veo obligado a dejarlos. Debo justificar mi existencia sin otra ilusión que continuar vivo, respirando, comiendo y necesito trabajar, confío en que algún día encontraré el trabajo que me acomoda, pero no tengo idea de cuál puede ser y hasta que lo encuentre seguiré dando tumbos.


Mientras otros buscan desesperadamente compañía, incluso, momentánea, fugaz y son capaces de pagar por ella para combatir el ensordecedor silencio que los abruma y no soportan, a mí, en cambio, me aterra la sola idea de compartir un momento con un desconocido, me sudan las manos,  intercambiar opiniones, o confesar alguno de mis recuerdos es un acto impensado.


Finalmente la suerte me sonríe y me ha permitido encontrar el puesto ideal para quien la soledad, el silencio, las sombras, la noche, son la única alternativa de vida posible.


Este empleo me permite estar a mis anchas, en mi elemento. Me he convertido en recepcionista nocturno de un hotel para parejas ocasionales, las miro entrar con un destello lejano de esperanza reflejado en sus ojos, una emoción en el tono de la voz, pero al salir ese destello se ha apagado y en su lugar se ha pintado un enorme desamparo imposible de esconder. La emoción se ha convertido en desaliento, los arropa la pena y no pueden esconderla, ni ocultarla en el silencio.


Me mantengo despierto sin ningún esfuerzo durante toda la jornada, utilizo las palabras justas para entregar una llave de habitación y recibir el pago por el servicio de cobijo temporal, durante el día duermo en el mismo hotel, no tengo siquiera que salir a la calle a buscar lo que no se me ha perdido.


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