Esa inolvidable primera vez


Desde muy pequeño la noble tarea de hacer los mandados me correspondió, no soy el  mayor de los hermanos, pero me tocó ser el varón y con esa condición se me otorgó la responsabilidad de las compras menores. Al hacer las compras accedí desde muy pequeño al universo de caminos y posibilidades que ofrece un mundo que gira sobre un eje de normas distintas más allá de la puerta de mi casa. Con esa obligación también obtuve la libertad de mirar a los ojos, desde mi pequeña estatura, a todo aquel con quien me encuentro y puedo intentar adivinar a donde lo llevan sus pasos y también, jugar a descubrir el conjunto de casualidades e imprevistos que se desencadenaron y nos hicieron converger a esta hora determinada en este lado de la calle. 


En cada una de las salidas, en cada oportunidad de escapar a ese mundo imprevisible que es la calle, mi reto es poner en práctica las nociones de lo bueno y de lo malo sin un tutor al lado, aprendí pronto a ser responsable de mi vida ante el peligro y cuidar las normas para evitar accidentes. Me formé un criterio propio ante las eventualidades de lo inesperado, observaba con atención el curso de los acontecimientos y me acostumbré a dar respuestas inmediatas a los imponderables, pero sobre todo, hacer los mandados me permitió dimensionar mi lugar en el mundo y decidí ser útil, al tomar esa decisión todos mis esfuerzos se concentran en conseguir lo que se me encarga y en un afán frenético para no presentarme con el fracaso de las manos vacías, no regreso a la casa hasta obtener lo que busco. 


Mis hermanas, encerradas bajo llave, no tienen oportunidad de conocer lo que la calle ofrece y yo sirvo de cronista de imprevistos, informante de sucesos fortuitos. Debo decir,  sin temor a la crítica, que racionaba la información de acuerdo a mi parecer y en algunas oportunidades, según mi propio criterio, me extendía en detalles sin importancia de eventos frecuentes, o le daba color a episodios cotidianos. Ser el niño de los mandados me ayudó a crecer entre las historias que contaba.


Cerca de nuestra casa había una bodega, una quincalla, una  panadería y hasta un pequeño mercado. Conocí los diferentes caminos que me llevaban a cada uno de los negocios y de acuerdo a la urgencia de la encomienda, yo tenía la independencia de decidir cuál de los caminos tomar y cuanto tiempo me podía entretener fuera de la casa. En la  quincalla compraba hilo, pegamento, lápices, cuadernos, papel lustrillo, tijeras, lentejuelas. En la bodega encontraba casi cualquier cosa que necesitaba, pero siempre lo más urgente y necesario eran los cigarrillos para mi abuela, que fumaba Alas con filtro, mi madre fumó Fortuna, hasta que un buen día dejó de fumar. Y mi padre Camel, o Lucky Strike, pero sin filtro. 


Debía tener diez años, estudiaba cuarto grado y el apellido de mi maestra era Aranguren, intento recordar sin éxito la razón que ese día me obligó a estar fuera de mi casa, pero lo que claramente recuerdo es que había un sol como de las diez de la mañana y debía ser día sábado, o domingo, porque no estaba en el colegio. Me veo rumbo a la bodega en esa corriente continua de recuerdos, en ese espejo difuso que el tiempo ilumina a rafagas y antes de llegar, en la puerta abierta de una de las casas vecinas, un grupo de hombres y mujeres hablan con rostros descompuestos. Impulsado por lo inesperado de esta conmoción me acerco, oigo exclamaciones de asombro y una voz que dice -yo no entro- Lo insólito de la afirmación me lleva a colarme entre las gentes y cruzo la puerta, toda la casa está a oscuras y hay un olor desagradable de encierro y humedad. Unos hombres con chaquetas negras, que no son nuestros vecinos, se mueven y hablan dentro de una habitación, yo camino hasta la puerta y en la entrada desamparada de ese cuarto desconocido y ajeno, veo a un hombre colgado del techo, un grueso mecate rodea el cuello, la expresión del rostro es definitiva y por alguna desconocida razón el cuerpo aún se mece. Es la primera vez que veo a un hombre ahorcado y no me produce miedo, en todo caso desconcierto. 


Los desconocidos no notan mi presencia, están ocupados en la tarea de registrar concienzudamente la habitación y de pronto el asombro, mueven la cama y debajo, como un nido de serpientes enormes y gordas con sus redondas bocas abiertas, todo el suelo está cubierto por garrafas de vino Castel Gandolfo, son inolvidables esas botellas de vidrio que vienen tejidas hasta el pico con un fino entramado y un asa de mimbre. 


Así como entré a la casa, en silencio y sin que nadie notara mi presencia, salgo nuevamente a la calle. De camino a la bodega un inesperado recuerdo me sorprende. El hombre que hoy permanece colgado de un mecate y meciéndose bajo un techo en una habitación oscura, lo encontré ayer en la bodega. Coincidimos comprando cigarrillos, servidas  sobre el mostrador dos cajetillas de Lucky Strike nos esperaban, en el mismo momento cada uno de nosotros tomó una, salimos y luego tuve que correr para alcanzar al hombre que se llevaba los cigarrillos sin filtro de mi padre, en un descuido, equivocadamente,  yo había tomado la cajetilla de cigarrillos con filtro. Intercambiamos los cigarrillos con una disculpa y una sonrisa abierta y franca que contradice la mueca de su rotunda despedida, de su categórico adiós de ahorcado.

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