Aquellas tardes. Mis entrañables referencias

 

En clase se ha impuesto el silencio y nuestra atención está puesta sobre la maestra que nos comenta: todas las personas tienen alguna destreza que las distingue, los chispazos de esas destrezas las iluminan y son esos destellos los que las hacen sobresalientes. La maestra Aranguren nos habla del don de la memoria fotográfica y nos explica que esa habilidad maravillosa consiste en ver algo una sola vez y poder recordar hasta los más pequeños detalles. 

Hicimos un ejercicio para constatar si alguno de nosotros tenía esa extraordinaria capacidad y nos pidió deletrear algunas palabras. Yo definitivamente no poseo esa habilidad, confundí el vocablo decisivo con desisivo. En cambio, estoy seguro de tener la facultad de elevar papagayos a pesar de la dificultad que imponen algunas tardes los vientos que enfurecidos se encuentran y se tuercen en un abrazo y se convierten en un  odioso remolino.

En las tardes, al finalizar las clases, las aceras se colman de guardapolvos blancos, corremos con los morrales a cuestas y al trasponer las puertas de las casas los abandonamos, pierden sobre el suelo la rígida compostura, la gallardía que conservan sobre nuestras espaldas y sin el debido soporte de los cuerpos se desmayan sobre el piso. Desmadejados, no llegan a perder por completo su dignidad ante el trato injusto y desmedido, orgullosos, mantienen el hermetismo de los cierres y guardan nuestros manoseados cuadernos, los lápices sin punta, los borradores gastados, los papeles secretos. Los libros quedan encerrados en la oscuridad con la seriedad habitual de sus tapas duras y en silencio, con la paciencia de la letra impresa, esperan nuestro regreso.

No tenemos tiempo, cada minuto resta en esta operación contra el reloj y la lucha es a cero. El caballero de la luz cumple su ciclo, no puede ni debe demorarse, la luna con insistencia lo apremia, lo empuja, lo obliga a dejar los cielos. En un descuido, el brillante círculo de fósforo encendido se apagará entre grises sin esperanza y nosotros, con prisa, debemos recoger el hilo y regresar nuestros cometas con los girones de las nubes enredados en la cola.

La ansiedad me domina, me queda un resto de aplomo y con extrema precaución, para no rasgar su delicado cuerpo de papel de seda, tomo entre mis manos el papagayo, intento no enredar la cola con mi impaciencia, compruebo la firmeza de los nudos que sujetan la punta del carrete abultado de hilo y salgo a un descampado cercano, a un terraplén que dejaron obras inconclusas.

Llego tarde, los muchachos ya están dispuestos en las mejores posiciones, Luis y Fernando estudian el rumbo de la brisa, intentan elevar sus cometas, una azul y la otra roja. Antonio, en cambio, desde lo más alto del terraplén, de espaldas al oriente, ha encumbrado con orgullo su volantín amarillo y lo mantiene con brincos y piruetas jugando con las nubes.

Hoy me tocó el peor de los lugares, la esquina del incesante y apremiante remolino, aquí se encuentran corrientes de engaño y se desata una contienda permanente. A los dulces soplos desarmados de odio les toca enfrentar las injustas ráfagas violentas.

Mis oportunidades son mínimas, no se puede predecir el momento en que el torbellino me permita un mínimo respiro, su curso es impreciso y caprichoso y cada tanto se desata una ventolera. Debo intentar remontar estos chiflones una y otra vez sin darme por vencido. El que se cansa pierde.

Se impone la voluntad sobre las condiciones adversas, las mañas de la verdad contra la creencia esotérica en la mala suerte y la mentira, la única decisión posible es doblegar los vientos y asaltar el cielo con este increíble papagayo que construí utilizando fuertes y flexibles juncos jóvenes.

Intento remontar mi papagayo, una y otra vez fracaso. Aprovecho un aire que se vino de costado, de improviso una declarada torpeza en la dirección equivocada obliga un golpe de muñeca, logro estabilizar mi cometa a pocos metros del suelo, le doy hilo, lo sostengo con firmeza y allá va venciendo el remolino, meciéndose entre brisas amables y soplos sostenidos a unirse con los otros.

Cuatro vistosos pájaros de papel bailan en el cielo al ritmo que imponen nuestras diestras muñecas, se abren a los costados, brincan, crean figuras y se empinan mucho más arriba, hasta la libertad sin límites.

El sol lucha hasta la sangre contra las sombras, lo acorralan los grises y antes de desaparecer pinta con chorros dorados algunas nubes gordas, el sol impone su adiós de ocres y resiste hasta el último aliento. En ese adiós de fuego se desata una ventolera, nos azotan remolinos de tierra, arremeten los vientos con saña brutal, se levanta el polvo de un muerto resentido que intenta envolvernos en su violencia, pero logramos mantener nuestros cometas por encima de mezquinos artificios.

Los volantines se han convertido en esta tarde en un único papagayo tricolor salpicado con siete estrellas luminosas, que enfrentan, como uno solo, sin miedo, los embates enloquecidos de estos vientos de abril, que hace rato perdieron el rumbo y corren sin dirección, atropellan y golpean en busca de un refugio, de una salida, que jamás encontrarán.


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