Más sabe el diablo por viejo, que por diablo

 

La soledad, la vejez y la muerte son tres jinetes silenciosos, cabalgan junto a mí en la estela invisible que tienden los años, se distinguen de otras circunstancias porque persisten en exhibir sus inflexibles argumentos con tenaz empeño y sin dar tregua muestran los dientes acerados de sus terribles y renovadas amenazas, con descaro señalan cada día lo inevitable de su presencia, de sus fuerzas invisibles y aseguran que en la paciencia y en la convicción de su condición de eventos irremediables radica su fortaleza. Yo no les temo a estos tres terribles jinetes que le causan terror a mis hijos, ellos ven los rasgos de su presencia, los estragos de sus acciones  y advierten el peligro que me acecha, son en verdad temibles vistos desde el ímpetu irrefrenable del afecto y en cambio, para mí, se han convertido en tres compañeros inseparables de mi viaje. 


En algún momento, hace mucho, cubrieron con su pesada, tenebrosa y dolorosa sombra mi camino y con gastadas artimañas oscurecieron las salidas honrosas a diferentes situaciones por las que atravesé y me obligaron a permanecer en el rincón del miedo, sus estudiados obstáculos me hicieron entrar en una espiral de errores y fracasos y el trayecto se convirtió en una pena interminable, que finalmente y con ayuda de Dios pude superar. 


Hoy, a los ochenta años cumplidos, reconozco que en todo momento el hilo incandescente de la luz iluminó un resquicio, una hendidura por donde asomó Dios el reflejo de su nombre y me mostró generosamente las mejores opciones, pero en muchas oportunidades enceguecido por el testarudo orgullo me negué a la certeza de esas claras señales, torcí el rumbo en dirección equivocada y el mal se hizo presente, la fuerza de una implacable tormenta me azotó con saña hasta doblegar al inutil orgullo y siempre y sin falta un nuevo día iluminó los colores. 


Al mirar viejas fotografías admito los estragos causados en apariencia por estos tres jinetes que me acompañan, pero es únicamente en el aspecto exterior porque el ánimo permanece intacto, a mis silenciosos jinetes, a mis   amenazadores compañeros les permito ciertas licencias y les concedo la oportunidad de acercarse lo suficiente, solo para confirmar que no les temo y que no confundan mi bastón con debilidad, mi bastón es un arma genuina elaborada con la noble madera de las carencias que reconozco me sostienen.


Alguna vez, Cesar Vallejo, aquel peruano triste y atormentado, que se murió solo en París, escribió: todos mis huesos son ajenos, ¡yo tal vez los robé! Yo vine a darme lo que acaso estuvo asignado para otro...


Roberto Bolaños, el empedernido fumador chileno que se fue a morir a España, en cambio, afirmaba: que él había dejado en cada frontera que le tocó cruzar en esa obligada y desesperada huida que le impusieron las circunstancias sus propios dientes, que  eran sus dientes los que marcaban la distancia con las que media las posibilidades inciertas del regreso y ahora, todos sus dientes eran ajenos.


A diferencia de estos grandes, nada me es ajeno, vivo la vida con entusiasmo y sigo adelante, descubro nuevos y diferentes horizontes en busca del verdadero propósito que se me ha  asignado, pero ese propósito insiste en ocultarse y me engaña con falsos triunfos, me evade con la sagacidad de quien conoce mi futuro, pero yo he ganado en estos años paciencia y persisto en mi búsqueda.


Vivo solo, ya no quiero compartir mis asperezas, ni establecer territorios liberados, ni defender a ultranzas fronteras inciertas. En mi caso la soledad es una guerra ganada con esfuerzo y debo conservarla. Hoy me preparo para una nueva batalla en defensa de mi retiro voluntario, esta vez enfrento a mis hijos que sufren sus propias ausencias, sus lamentables pérdidas, le temen a la soledad, a la muerte y sobre todo a la culpa y por ello me quieren proteger de esos fantasmas de los que ellos huyen y que para mí son viejos compañeros conocidos, intentan ponerse a salvo del dolor y me quieren protegido en un centro de vida asistida, en una residencia para ancianos. Me conmueven sus intenciones, pero no puedo permitirlo.


Mis muchachos han ido aproximando esa idea cada vez con mayor entusiasmo a un punto de hacerla realidad, los he visto arrimando piedras amontonando arena en un intento de levantar una tapia y los he dejado correr, ganar terreno y confianza.


Hemos acordado una reunión familiar, ellos han pensado y dispuesto una intervención y convencerme de entrar voluntariamente en una casa para jubilados, han creído que apoyados en la dictadura de la mayoría pueden obligarme a claudicar, yo en cambio, me he empeñado en un almuerzo con el calor del hogar para este encuentro, ellos han querido ir a un restaurante y yo, para alentar sus ilusiones, he insistido en que visiten mi casa, que son tiempos de lluvias y a mi edad, un resfriado puede ser mortal.


Mis hijos se presentaron sin esposas y sin nietos y ese gesto confirmó mis sospechas. Los esperé con una camisa nueva y para utilizar una expresión antigua -de punta en blanco-. Con la casa ordenada y limpia más allá de mis fuerzas, la mesa dispuesta y ansiosa por recibirnos, la comida preparada y las ollas sobre las hornillas encendidas, toda la casa inundada con esos aromas familiares de sus platos preferidos, no les otorgué ni un minuto y con el pretexto de tener hambre los obligué a sentarse y yo mismo les serví porciones generosas, mientras comíamos recordamos otros almuerzos parecidos, otros tiempos, alguna que otra travesura. Bajo el peso de un argumento cierto y que ellos conocen, con la excusa de que no me gusta que se metan en mi cocina, no les permití que se movieran y me esmeré por atenderlos como siempre.  


Satisfechos, inocentemente desarmados, con el estómago lleno y sin muchas posibilidades  de iniciar una intervención, mientras tomamos el café  y antes de cualquier iniciativa por su parte, comenté con satisfacción: que suerte de tener la salud intacta y vivir solo, si viviera en una de esas horribles casas para ancianos prostáticos no hubiera podido prepararles este almuerzo, que bueno que ustedes no han insistido en esa loca idea de de encerrarme  con otros viejos desconocidos y necios.


Los despedí y sin ningún remordimiento llamé por teléfono a la señora Catalina, agradecí su buena voluntad y la sazón del banquete. Ella tiene un servicio de preparación de comidas a domicilio y limpieza de hogares, me costó dos meses de la jubilación el almuerzo, pero estoy a salvo por un tiempo de la amenaza del afecto de mis hijos, que es mucho mayor y más peligrosa que los desafíos que representan los tres jinetes silenciosos que me acompañan y no me dan tregua.


Una vez más se confirma el dicho popular: más sabe el diablo por viejo, que por diablo.


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