Un cuento, un recuerdo, un olvido

 

 

La lluvia me encerró una vez más en esa habitación de la calle Miranda en donde pasaba ratos fugaces y felices. Bajo el intenso aguacero, un verdadero vendaval, me dispuse a leer.

Sin pestañear tomé de la estantería un libro, lo abrí y el azar me llevó a la página 44. Al terminar la primera línea supe que ya había leído ese relato y vagamente recordaba la trama. Era una historia fantástica, pero tan lúcida, tan brillantemente escrita, que los trazos de la historia tocaban a intervalos la realidad y se asomaban con estricto rigor al dibujo de  algunos días de mi propia vida.

-Ese detalle, en apariencia insignificante es lo que convierte un relato fantástico en uno extraordinario-. Pensé.

Vuelvo a leer la narración pero desde la perspectiva que este día me dicta, desde nuevos y diferentes intereses; estoy convencido que al releer un texto lo hacemos desde otra orilla, con otra carga, con otra intensidad y por esa razón encontramos deslumbrados esquinas que no habíamos visto en la primera lectura.

Entre brumas se perfiló el asombroso final, digno de Borges, ya no habría sorpresa, ni estupor ante lo inesperado, aun así no podía dejar de leerlo, buscaba afanosamente entre las excelentes imágenes escritas por el autor, una imagen perdida, más no escrita, una figura entre muchas que yo había imaginado mientras leía ese cuento, pero no podía desentrañar la imagen imaginada, que asomaba entre mis sombras magnífica y tampoco recordaba la estrofa que me había permitido avizorarla. Tenía eso sí, la sensación de haber creado una imagen brillante, única.

Una imagen iluminada de la felicidad que contiene por igual todas las alegrías y las tristezas, sin los sobresaltos de un corazón inestable y bandido. La felicidad sin el odioso reclamo de errores cometidos, sin la euforia de victorias ficticias. La felicidad inexplicable e inigualable,  instantánea, permanente, plena.

Busqué con insistencia la imagen perdida entre esas letras impresas, me entretuve entre las páginas del libro a sabiendas que no lograría alcanzarla, aburrido intuí lejanamente que la imagen había traspuesto la puerta del olvido, tercamente insistí en la lectura de esas líneas, apostando sin razón alguna a la peregrina posibilidad de otra oportunidad.

Disfruté enormemente algunos pasajes, detalles que no recordaba en los cuales con gracejo y desenfado me vi retratado una vez más, frases entre paréntesis a guisa de ejemplo, que se parecen enormemente a las que yo uso con frecuencia, encontré además una metáfora que me empujó al vértigo, por lo inaudito.

Pero esa imagen que en su momento un imprevisto me negó escribir, anotar con prisa para no perderla entre la amenaza del descuido me es imposible traerla de regreso y permanece detrás de puertas cerradas, fallo una y otra vez en todos mis intentos de recordar, la imagen se  convirtió en  el humo efímero y pasajero  de un cigarrillo ajeno.  

Una vez más, ante esta nueva derrota, compruebo que el cerebro no es un instrumento  automatizado y no existe un botón que pueda pulsar para rememorar acontecimientos, ideas, nombres, son otros los mecanismos y yo camino por el sendero de lo desconocido en esos espejos de la memoria. Seguramente padezco del síndrome del  olvido benigno, la marca de fábrica de este apellido que es mi legado.

Creí acercarme a la imagen que frenéticamente buscaba, pero como un espejismo se diluyó entre las palabras de una frase sombría, que se asemeja a la atroz soledad que me golpea desde siempre.

Tocan la puerta, el cartero me obliga a recibir una carta para una desconocida, firmo el recibo de entrega a disgusto, estoy a punto de tirarla a la basura y el teléfono me detiene.

-Aló, papá, que bueno que estás allí-. -Estoy esperando una carta muy importante, necesito que la recibas y me la guardes, paso más tarde a buscarla-.

Enfadado todavía respondo ante la voz que me parece familiar. -Que casualidad, el cartero me obligó a recibir una correspondencia a nombre de una completa desconocida, de una tal Xiomara Landaeta-. 

¡Papá!

¡Ese es mi nombre!

Cierro los ojos e imagino a Xiomara Landaeta arrancándose los cabellos.

 


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