Tendré que morirme

 


A  mi sobrina.

Con los pelos de punta


No puedo oponerme, tampoco negarle absolutamente nada y mucho menos contrariar una decisión ya tomada de antemano. Se me hace imposible dejar de cumplir siquiera uno de sus deseos, por mínimo que este sea.


Estoy convencido que este último empeño obedece a un capricho, pero es impensable asomar una inconformidad ante su determinación, pronunciar una negativa está fuera de mi alcance, se me anuda la garganta, las cuerdas vocales no me obedecen, la lengua se entumece y no puedo pronunciar palabra.


Con una enorme dificultad me trago la desesperación. Ante el tamaño de esta nueva extravagancia intento enviar un mensaje con ojos miopes y a duras penas consigo que se humedezcan. Termino por afirmar una vez más mi derrota con la cabeza.


Este último antojo dispara un cañonazo contra el delgado hilo de la lógica, el absurdo de la fulgurante nebulosa en la que vive mi hija choca contra el indefenso criterio que la separa la realidad, gana el absurdo, y esta comprobación me hiere, me fractura y me acusa como único culpable de su actitud irresponsable.


Por insensato que parezca, nunca permití que mi hija hiciera las compras y por tanto desconoce el verdadero valor del dinero, siempre he tenido miedo a que la  lastimen,  que la golpeen, que la acuchillen en una cola mientras espera el turno para comprar comida en el automercado, o para obtener sus propias toallas sanitarias, pasta de diente, o aspirinas en la farmacia. Vivimos en un país en donde las leyes  son para condenar y mantener en la cárcel a los opositores al régimen.


Desde el principio he sido débil con ella y sin importar el tamaño de la desmesura, termino por complacerla. Esta situación no es nueva, lo novedoso, quizás, es esta firme y silenciosa resistencia que le escondo.


Desde el  momento en que nació su primera mirada me desarmó. Hace 25 años cumplo a ojos cerrados sus deseos sin importar el costo y no supe hasta hoy el daño que yo le ocasionaba, lo perjudicial de mi actitud complaciente.


Recuerdo el primer y fallido intento de negarme a una pretensión suya, y como en ese instante  se quebró mi voluntad para siempre. Ella caminó con sus menudos pies a tropezones. Con la lengua amarrada a sus primeras palabras, dijo ¡Quiedo! y señaló una monada de muñeca vestida de azul. Inmediatamente tomé la muñeca, pero antes de llegar a la caja para pagar la muñeca, mi pequeña hija se detuvo y abrazó un horrendo oso adiposo, de un material áspero, ojos bizcos y un color impreciso. Negué con la cabeza sin poder articular mis argumentos, tenía la lengua seca y las manos húmedas, pero ella insistió. En un intento desesperado por no cumplir su demanda, sin negarme, con un dolor profundo que me abrasaba, dije entre dientes, casi sin sonido mi voz: -la muñeca se queda-.


Sin una lágrima, sin un grito, sin lamentables y odiosas escenas, clavó sus ojos y me retó sin misericordia. Me volví añicos. Al llegar a la casa el oso inútil quedó en el olvido y desapareció entre otros juguetes. 


Mi casa durante años se convirtió en el centro indiscutible para celebrar la amistad. Sin exagerar, creo que por aquí desfiló toda la ciudad, parrillas y asados cada sábado, un día hasta gallo creo que cocinaron. 


Tiene años haciendo vida en común con quien será su legítimo esposo dentro de poco, todos sus conocidos y amigos lo saben, no tiene ninguna  necesidad de celebrar con una fiesta de gala, con un espectáculo de cantante Pop, su boda, que finalmente no es una novedad para nadie.


¡Tendré que morirme! para evitar el exabrupto de dilapidar en unas horas su patrimonio, el pensamiento zigzaguea un segundo y cuando la idea se instala como certeza me falta el aire, los pulmones se hacen de piedra, las fosas nasales y la tráquea cierran el candado al necesario oxígeno para seguir viviendo, intento buscar aire en un acto desesperado y en esa espesa oscuridad su voz ilumina un punto impreciso. ¡Papá!


El grito y la angustia son inevitables en este trance.


Despierto entre los vapores de poderosos sedantes, aturdido, trastornado todavía por la confusión, entre el desorden y la sombra del incidente oigo  la pregunta del Doctor.


¿Este hombre atraviesa alguna dificultad?


Mi esposa responde con la firmeza y la convicción de cuarenta años de matrimonio.


-Nuestra hija está planeando una boda y en una noche va a dilapidar lo que nunca tuvimos, lo que jamás pensamos en tener-.


El doctor se cuida de mirar a mi esposa y afirma.


-Sí persiste en esa idea tendrá que buscar a otro que la acompañe al altar, porque este hombre tiene un ataque de pánico y se le va a morir antes de la celebración-.


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