Eso que llaman temor

 


El lenguaje escrito tiene ciertas sutilezas, apenas se nota lo fino de la puntada en el delicado entramado de los textos, las tenues diferencias son leves y se difuminan entre las líneas que cada lector le otorga al sentido de  las oraciones. En algunas ocasiones las diferencias se distinguen en la posición arbitraria de la coma, en el uso indiscriminado del punto y seguido, en la sorpresa del paréntesis, en la voz propia que asume la palabra entre signos de admiración, incluso, en el tono que le otorga el acento a la palabra encontramos esa delicada sutileza que nos muestra una dirección determinada, pero sobre todo, el peso de la sutileza lo cargan sobre sus vocales y consonantes esas nobles palabras que suenan distinto y se escriben de forma diferente, pero su significado es el mismo. 


Esas extraordinarias palabras que abren nuestros sentidos son los sinónimos, es admirable la sutileza que en su aparente inocencia nos muestran. Los sinónimos le ocultan a los engreídos verbos, que se creen dueños de la acción, la fuerza que imprime el cambio y con su picardía, vestidos de confiables comodines engañan y sorprenden a los vanidosos verbos y logran embellecer con su poderoso sonido las imágenes.


Por un asunto particular me entretuve la otra noche leyendo un texto y tropecé entre lineas con el velo tenue que cubre a la palabra miedo y su sinónimo, el temor. Ambas señalan la sensación de angustia, de ansiedad, que se siente en presencia de una amenaza. 


Ya no pude seguir leyendo, entre las líneas del texto se abrió una brecha mínima, una hendidura conceptual en esa emoción que todos hemos sentido alguna vez y que las palabras miedo y temor encierran. Esas palabras no nos son extrañas, son conocidas y les guardamos cierto respeto. Pero descubrí en esa lectura casual, que en el agudo significado que sostienen el miedo y el temor existe una diferencia sutil que viene en nuestro auxilio para iluminar las sombras  que inevitablemente dejan las generalidades.


No puedo negar que me desvelé esa noche, pero no fue en la búsqueda de la delgada linea que en la igualdad de su significado separan al miedo del temor, esa diferencia la encontré con relativa facilidad. El miedo es una emoción natural grabada en los cromosomas, en el zócalo de memorias ancestrales, sirve para protegernos de un peligro real, nos obliga a salvar la vida y en ese sentido el miedo se convierte en un poderoso aliado de nuestro instinto de conservación. Impulsados por el miedo actuamos mucho antes que la razón descubra los velos que cubren la situación de peligro, el miedo es una emoción que debemos aceptar, es saludable y antes de acusarlo como la desgracia de una cobardía, el miedo es un don que nos mantiene vivos, alertas. 


El temor en cambio es una emoción artificial, una ficción que encubre otra ficción, y que nos espanta, nos paraliza al presentarnos como reales  peligros imaginarios, el temor bordea la locura y confunde los sentidos, el temor es ese espejo que deforma las imágenes que refleja, es un artificio de nuestra imaginación, el temor lo fabricamos con la ignorancia, con nuestras dudas, con la ausencia de confianza. Es imperativo para seguir adelante con la vida desenmascarar la farsa de los temores, hacerlos presentes y enfrentarlos decididamente hasta lograr derrotarlos. Los temores nos limitan, nos cercan, nos aprisionan, nos paralizan, y hacen de la vida un acto atroz, disuelven en la nada con sus malabarismos fantasmales la felicidad.


Muchas personas sin motivos reales generan un temor irracional a indefensos y dóciles animales domésticos, a minúsculos insectos, a lugares cerrados, a los túneles, a la oscuridad, al paso de la luna llena, al número 13, que consideran fatídico. La lista de temores a los que no podemos enfrentarnos es interminable, tan basta como la imaginación. Son muchos quienes guardan en secreto durante toda su vida esos temores, yo soy uno de ellos. 


Mi temor inconfesable se ha convertido en un formidable contrincante, me anula, me paraliza, muchas veces intimidado ante su sola presencia me niego a mirarme en el espejo para no encontrarme con la imagen grotesca del ridículo.


Hablo de mi temor a los recuerdos. Le temo a mis propios recuerdos, que traen al presente inesperadamente actos de los cuales me  arrepiento y me es imposible mantenerlos en la sombra del olvido, el obstinado recuerdo los trae de vuelta deformados y aún más terribles de lo que realmente fueron. Mis recuerdos se han convertido en un cruel enemigo  y le temo.


Intento no recordar, hago esfuerzos por seguir adelante, pero mis recuerdos se han transformado en un oponente brutal, que agazapado en la memoria, con terca paciencia, espera el momento para aparecer y arruinarme el día. 


Me desvelo intentando descubrir qué motiva el asalto del pasado, qué dispara mis recuerdos y los antepone a mis acciones presentes. Los recuerdos pueden aparecen y me asaltan en cualquier momento, a la mitad del día, el hilo ocre de un atardecer en un cielo abrumado puede ser el motivo, detrás de un rostro desconocido aparecen los temibles recuerdos, el sonido de la risa los llama y aparecen para ensombrecer el alegre momento.  

 

Yo se que no puedo cambiar los hechos, pero sin importar el tiempo transcurrido los recuerdos me lastiman, me duele reconocer que pude evitar los sucesos y me faltó voluntad, que no debí dejarme consumir por la ira y me dejé envolver en esa horrible espiral de violencia. Los recuerdos me obligan a mirarme en la despiadada imagen del ridículo, distorsionada en un espejo construido por el tiempo. A diario me agoto inútilmente en ociosas tareas para no revivir mis caídas. Yo soy el hombre que le teme a sus recuerdos, que no pisa el pasado y sin el concurso del ayer es imposible un mañana. 


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