Una señal indiscutible

             

Ayer el cielo se iluminó con un sol de radiante energía, hasta veinte grados subieron los termómetros de la ciudad que tiene dos meses entumecida por el invierno y por una vez, el aire de la primavera llegó el primero de febrero. Enredado en sus compromisos él no disfrutó este regalo y al  finalizar la jornada se acuesta. Mientras duerme, gordas y sospechosas nubes atraviesan la noche, cubren el cielo y la tenaz llovizna al amanecer lo devuelve a los aburridos y encapotados días de invierno. 


Perdió una gran oportunidad, arrepentido y con pesar, comprende tarde, que los momentos no se repiten, pero él debe mantener  su obstinada rutina con el criterio de cargar sobre los hombros el destino de la familia. Lo fastidia no poder recordar un retazo de sueño que asoma al recuerdo y se esconde,  siente haber perdido el eslabón de la cadena, el peldaño de la escalera. Se atreve a pensar que la vida debe ser algo más que compromisos. El intransigente pensamiento  le recuerda que lo maravilloso no acostumbra repetirse, que la oportunidad de vivir un día extraordinario no volverá y él va acumulando oportunidades perdidas de vivir.


Siente un leve escozor a la altura del ombligo. El ardor aumenta y observa preocupado los rosetones que le cubren la cintura. La reacción de la piel lo obliga a ir al médico de urgencia.  Testarudo, el pensamiento regresa y le advierte: eres un juguete del azar, tu vida está en manos de los imponderables, ayer el rigor de los compromisos y hoy la precaria condición de salud se imponen a tus deseos.


El Doctor lo examina detenidamente y lo obliga a tomar unos exámenes. Él se entrega con resignación al escrutinio de diferentes aparatos, al cómplice silencio de los operarios y espera con paciencia el dictamen.


El Doctor le habla con una franqueza que agradece, pero la franqueza es brutal: la picazón, confirma el Doctor, es producto de una alergia transmitida por ciertos ovíparos y  tiende a desaparecer en pocos días con un antihistamínico. Pero los exámenes indican que ha adquirido un virus mortal, que apenas le quedan cinco días de vida y que no hay posibilidad de evitar la muerte.


Sale del consultorio y camina bajo la llovizna, piensa en su esposa, en los hijos, en la fecha cierta de su muerte. Con paso torpe llega al canal y se sienta sobre un banco a resguardo de la llovizna. Un desconocido contempla la corriente en sereno silencio y comenta en voz alta: todo cuanto nos rodea es efímero, nada es permanente. La corriente de agua sigue sin detenerse y ya no regresa. El viento susurra motivos y no los repite. La llovizna  desaparece en los charcos. Estamos rodeados de vida cuyo fin es desaparecer, partir, transformarse, morir sin discusión. La tarea, nuestra tarea, es descubrir qué hacer ante la muerte. 


Él lo mira un instante y confiesa: me muero en cinco días y no sé qué debo hacer.


El desconocido grita. !Vamos a celebrar!


Salta y baila con genuina alegría. Eres uno de los pocos  afortunados que sabe cuándo va a trasponer la puerta, los demás, a tropezones  con la ignorancia vamos dando tumbos hacia la muerte sin saber la fecha.


En ese instante lo ilumina la revelación de su resurrección próxima, por un momento deja de ser rehén del pensamiento que juega a mostrar falsas señales en el camino a la muerte, y vislumbra con creciente entusiasmo la manifestación indiscutible de ser parte de un todo absoluto.

Celebra su efímero estado de impermanencia, su transformación inminente. Lo desborda un sentimiento de amor universal. En cinco días será definitivamente libre y ya no más un juguete en las manos ociosas de los imponderables, de su caótico y caprichoso pensamiento.



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