La parada del 405




Impulsado por la fuerza de la costumbre Claudio Castro se levantó ese miércoles a las cinco de la mañana, se bañó, se vistió, se tomó un café cargado con un grueso chorro de cristalina malicia y salió de su casa. Anduvo las cuatro calles que lo separan de la parada de autobús 405 y se percató de dos cosas mientras caminaba:
No tenía a donde ir, ni tampoco nada que buscar a esa hora. Hace menos de una semana cumplió sesenta y tres años y ese mismo día recibió la carta de jubilación. Sin poder negarse a la verdad y a las condiciones que le impone la edad entregó su placa de policia al Departamento de Homicidios. Le permitieron quedarse con su revólver calibre 38.
La segunda cosa que notó era más bien etérea, eran señales, tenues percepciones en el ambiente: el mismo cielo malva, la misma brisa suave que peina algunos sueños imposibles y que recuerda con extraordinaria claridad, a pesar de los años transcurridos.
Eran los mismos signos que aparecieron en el ambiente en el momento que conoció a la única mujer de la que ha estado enamorado desde hace más de cuarenta años. Un escalofrío lo recorre, conmocionado, revive una vez más el día que la conoció, se enamoró y la perdió. No tuvo el valor suficiente para pedirle que se quedara con él. La dejó ir.
A cambio de ese amor imposible, ese mismo día entró a la Academia de Policía, no buscaba reconocimiento alguno, quería que lo encontrara una bala y morirse de una vez. Las balas, los filosos aceros y las caídas, dejaron huellas más allá de la piel, pero no lo mataron y hoy se encuentra completamente solo, sin saber qué hacer con su vida.
Respiró hondo y la sensación de un cambio en su vida se instaló como un futuro posible, siguió caminando con desgano hasta llegar a la parada del autobús. La estrambótica idea de encontrarse con Carolina Fuentes, el amor que el miedo le arrebató, bailaba en su cabeza.
Esta vez no quiso imaginarla. En cambio pensó: mi vida se refleja en un espejo roto.
En la parada encuentra a dos personas: ambas miran la calle vacía y gastan sus ojos en la esperanza de ver aparecer el autobús, que hoy se retrasa.
Está a punto de amanecer, las sombras se alejan. Observa a la muchacha que espera en silencio el autobús y vuelve a recordar a Carolina, quizás por los veinte años que seguramente tiene, o por la forma en que abraza los libros de texto.
El hombre en la esquina opuesta del paradero tiene cara de sueño y una enorme llave inglesa en la mano. A un costado, entre los asientos vacíos de la parada, un desamparado maletín negro espera que su dueño lo recupere. La fuerza de la costumbre lo lleva a elaborar hipótesis, no puede dejar de hacerlo, su vida entera está basada en las conjeturas que establece sobre hechos concretos.
El maletín puede ser de la muchacha. La joven viste de jeans, franela y una bata blanca sin abotonar, es evidente que estudia, quizá medicina, farmacia, o tal vez odontología y en el maletín tiene sus instrumentos de práctica.
El hombre, en cambio, con esa llave en la mano es indudablemente albañil, la llave no cabe en el maletín y por eso la lleva desnuda en la mano, sus otras herramientas de trabajo las guarda en el maletín.
Olvidar algo en una parada de autobús suele ocurrir, se olvidan con frecuencia los paraguas, pero en este caso, para cualquiera de los dos significará una gran pérdida dejar el maletín en esa parada, y opto por preguntar.
Intentó una afirmación en busca de la respuesta correcta, se sentía más cómodo con el hombre y habló con él en primer lugar.
-Recuerde llevarse las herramientas cuando llegue el autobús-, dijo.
El hombre se fijó por primera vez en el maletín y respondió con sinceridad y hasta sorprendido: -no es mío-.
Claudio miró a la muchacha que se mantuvo lejana, pero atenta a la conversación y terminó por preguntar: -es suyo entonces-.
-No-; dijo ella, pero mantuvo la mirada fija en el maletín.
Los tres miraron entonces desde diferentes perspectivas el maletín huérfano y sin dueño, lo observaron desde sus miedos, o sus propias necesidades y cada uno imaginó el contenido, y también con lástima al responsable de un olvido semejante.
Acostumbrado a mirar diversas opciones ante una misma situación y a tomar decisiones rápidas, unos segundos bastaron a Claudio para adueñarse del momento, con sobrada tranquilidad intentó no alarmar a ninguno de los dos y dijo:
-Puede ser una bomba-.
-Y si no explota es posible que encontremos los documentos del dueño y tendremos que devolver el contenido-.
-Existe, también, una remota posibilidad de que hoy nuestras vidas se crucen con la suerte de una fortuna inesperada-. -Un golpe del destino que por razones desconocidas nos ha convocado a esta parada de autobús, pero debemos correr el riesgo y abrirlo para asegurarnos cuál es esa ventura que nos trae el acaso-.
Los signos que vio al salir de su casa le abrieron a Claudio Castro una esperanza, quiso creer en el cambio de su suerte y compartirla con estos desconocidos, por eso siguió hablando:
-Yo estoy viejo, recién me han jubilado y no termino de acostumbrarme, nada pierdo con abrirlo, pero si no están de acuerdo les pido que se retiren y así les evito la desgracia de morirse hoy-.
La primera que habló fue la muchacha, y lo hizo con los ojos fijos en el maletín:
-Estoy a mitad de la carrera de medicina, pero perdí las opciones de una beca, lo único que quiero es graduarme de médico y sin dinero no puedo hacerlo-. -Yo me quedo-.
En la voz resignada, en el tono cansado y en las propias palabras que el hombre utilizó se podían pesar todas las derrotas:
-El Estado se hará cargo de mi esposa y mis hijos cuando la bomba explote, eso es mejor que la falsa ilusión que yo les entrego cada día-.
-Yo también me quedo y que sea lo que Dios quiera-.
Claudio se acercó lentamente al maletín, segundos antes de abrirlo, miró fijamente a estos desconocidos que quizás lo acompañen en este último viaje y quiso saber sus nombres.
- Me llamo Claudio y ustedes:
-Fernando-.
-Marta-.
Respondieron casi a una voz y se quedaron los tres sin respiración.
Claudio abrió el maletín sin que le temblaran las manos. Encontró fajos de billetes perfectamente ordenados, sin rastros del dueño. Supo que era dinero del narcotráfico y no se permitió arrepentimiento alguno. Sin volver el rostro dijo: -el futuro es nuestro, nos pertenece por entero-.
Cada uno tomó un rumbo diferente. Mientras se alejaban midiendo el horizonte que se abría bajo la luz de ordenados paquetes de billetes que esa mañana cambiaron de dueño, llegó el autobús 405 a un paradero vacío.

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