La fuerza de las palabras

A mi amigo Edwin Villasmil:

Por todos los recuerdos

y los afectos de Lara.

 

Desde un rincón del bar, entre los vapores de alcoholes oxidados y el humo de los cigarrillos, Cristóbal Cedeño, sentado frente a una vasija de barro quemado, bebe pequeños sorbos de cocuy de penca en un pocillo de arcilla. Mantiene la mirada fija en la puerta, esconde su ansiedad y bajo una aparente indiferencia espera.

A las puertas del bar asoma un hombre, afuera, el sol de las dos de la tarde saca chispas a las piedras, se detiene en el umbral, la penumbra del local lo deja momentáneamente ciego, se toma el tiempo necesario para acostumbrarse a las sombras y cuando finalmente lo consigue, observa el gesto imperioso y firme, más elocuente que un grito, de un hombre que le hace señas desde su mesa.

Cristóbal Cedeño conoce los códigos de educación: de pie da la bienvenida, agradece la presencia del invitado, pide disculpas por las molestias causadas, le sirve un trago y en silencio cumplen el rito de compartir las bebidas. Aprovecha el momento para estudiarlo. El recién llegado debe haber cumplido los cuarenta años al igual que él y es lo único que tienen en común, en todo lo demás se diferencian.

La audacia de este hombre reside en ser dueño de su silencio, cómodamente instalado en un mundo que apenas roza el exterior. En cambio, Cristóbal Cedeño es dueño del espacio que lo rodea, se acostumbró al triunfo y cree poder torcer el rumbo del destino con la fuerza de su voluntad.

Los hombres beben en silencio y se miran con miradas cristalinas y densas como el cocuy que beben, finalmente Cedeño habla.

-Mi amigo dice que usted puede ayudarme en este trámite-.

-Algo me comentó, pero necesito detalles-.

Sin dudar un momento Cristóbal Cedeño se confiesa.

-Hace una semana conocí una mujer y me envolvió un remolino, me extravié en lo profundo de sus ojos negros y no me encuentro, se me aflojó la sangre, ante ella perdí el don de la palabra y me asfixia su ausencia-.

Tomó otro sorbo de cocuy, dio vueltas al pocillo y dijo.

-Tengo entendido que ella admira a quien pueda escribir-. -Yo reconozco que mis talentos son otros-. -La fuerza de la palabra me abruma y desconozco sus leyes-.

La respuesta se hace esperar y desmenuzando las palabras el hombre finalmente dice.

-Puedo escribir para usted-.

-Tenga la absoluta certeza de mi discreción, pero debe saber que las palabras tienen el poder de convocar fuerzas superiores, de hacer realidad los deseos, de transportar entre hilos sutiles las emociones, de cambiar el curso de los acontecimientos, de voltear los corazones y por eso ¡jamás debo conocer a la mujer a quien le escribo!-

-Para que las palabras se conviertan en aliadas, en cómplices, usted debe leer los textos que yo le entregue con arrebatada emoción, con tal intensidad, que se conviertan en la sangre que circula por sus venas y obligue a las palabras a obedecerle-.

Sin decir nada más el hombre sacó una libreta y escribió con cuidadosa letra de molde. Al terminar arrancó el papel y lo entregó.

Cristóbal Cedeño repasó el poema en silencio, descubrió con asombro que era justo lo que sentía y que jamás hubiera podido escribirlo. Conmocionado lo leyó en voz alta y con tal intensidad, que en ese momento hizo suyo el poema.

Con uno de tus gestos

detén mi caída

al espanto de los abismos,

me están llamando

con oscuras voces

del pasado.

En el fondo me espera

el sombrío filo de un espejo roto,

los temidos destellos

de pesados recuerdos.

Sí no logro

mirarme en tus ojos

nuevamente,

corro el riesgo

de convertirme

en el humo

de este cigarrillo

y desaparecer

¡para siempre!


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