El sanador


Soy un sanador. En una ocasión inaudita me fueron develados los dones que poseo. Esta gracia la obtuve a través de la concentración en el hilo invisible del tono de un solo aliento. 


Las pequeñas victorias deslumbran y los fracasos se transforman en culpa. La culpa cambia de apariencia y se instala en el recuerdo, desde los recuerdos contamina el soplo de la energía vital, mina con saña el espíritu al punto de arefacción y se convierte en dolor. 


El destino y la impaciencia acercan los abismos, asoman las derrotas y dejan al albedrío diferentes salidas, en el laberinto se tiende a equivocar el rumbo y la labor del sanador es iluminar el camino. Socorrer. 


El sanador desconoce quien persiste en herirse con el filo acerado de la culpa, quien se niega a perdonar y también a perdonarse, quien decide cargar la cruz que ya otro cargó por todos y corre tras ilusiones  banales y cierra los caminos. Por mayores que sean los esfuerzos y la solvencia del sanador, sin la voluntad de abandonar la culpa y abrazar la sensata acción del perdón, no es posible hacer que brille un fulgor entre dos noches y conseguir el milagro de sanar. 


Tengo el don de intervenir en los recuerdos de otras personas e incluso cambiarlos, no puedo reemplazar lo sucedido, ni tampoco alterar la realidad del acto cometido por más atroz que haya sido, pero en cambio, puedo modificar sustancialmente el recuerdo y este se impondrá finalmente como una verdad. La neurociencia asegura que la vida no es el conjunto de episodios vividos, son los episodios que se recuerdan y cómo se recuerdan los que componen la vida. Como sanador he podido comprobar que al transformar el recuerdo y ocultar la realidad que ocasiona el daño desaparece la culpa y con ella el dolor. 


En mi condición de sanador fui convocado para atender a una mujer que se dejaba morir sin razón alguna. Se me permitió intervenir en sus recuerdos bajo vigilancia médica. A la hora acordada me presenté en la sala del hospital. La mujer miraba abstraída en el reflejo ámbar  de una botella los hilos de un mal recuerdo, me asomé a los ojos de la mujer y sin pedir permiso me interné en ese recuerdo ajeno. 


En el recuerdo, la  mujer toma por un callejón desconocido, sus pasos se hacen vacilantes, inseguros, no reconoce el camino de regreso y por un momento siente que está perdida. Un hombre entre las sombras la amenaza con un cuchillo y violenta su intimidad en medio de la calle. La mujer se culpa de su cobardía y no quiere vivir con el peso de ese hombre rompiendola en un desconsiderado ataque. Encuentro el punto de quiebre del recuerdo, lo retomo en el momento de la amenaza y doy un giro diferente. Ante el brillo del cuchillo la mujer toma la iniciativa impulsada por la ira. 


-Debo quitarme los zapatos- dice. Se descalza ante la mirada complacida del atacante y con violencia revienta el tacón en el rostro del hombre que cae al suelo. Ella huye.


La intensidad del cambio en el recuerdo transfigura a la mujer, el ritmo de la respiración es diferente y la conduce a encontrar la armonía perdida, las células antes en desorden tejen nuevamente los circuitos en redes. 


Cumplida mi labor de sanación, antes de retirarme, digo a los desconcertados doctores.


-Cada paso que damos es un desafío a nuestra condición de mortales, el júbilo de estar vivo me impulsa a ser espléndido y generosos ante la insólita maravilla de la creación-. -Esa es la medicina que conozco-


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