Encuentro y tropiezo
Yo la miraba pasar cada mañana en silencio
y la pescaba en las tardes a su regreso. Esperaba una señal, una oportunidad,
que no me enfrentara al castigo
del fracaso.
Sin dirección, sin norte, me había quedado
estacionado en esa calle, y las aventuras que alguna vez alimenté, de dejar mis
huellas en el extranjero, no
lograban traspasar el límite de mis sienes. Mis pasos no cruzaban la frontera
de esas cuatro calles, en donde pequeños edificios se enfrentaban en silencio
contra el hambre de los centros comerciales, en una lucha sin cuartel, en
un intento desesperado de no sucumbir a la voracidad del consumo y las
ganancias.
Esa mañana ella cruzó la esquina a la
misma hora de siempre, yo esperaba como todos los días para verla pasar, esta
vez, una brisa suave se coló entre las
columnas de los edificios negados al futuro y borró la terca lágrima, que persistía colgada en el falso
equilibrio entre sus pestañas y sus ojos de mar, más brillantes que de
costumbre. Su perturbación momentánea no dejó rastros rodados de maquillaje,
pero se convirtió en la excusa perfecta y decidí enfrentar el riesgo del
rechazo.
Yo miré el reflejo de ese diamante un
instante, antes de evaporarse en el espacio que dejaban atrás sus largos
tacones y venciendo el miedo, impulsado por un deseo más allá de los sentidos,
me acoplé a su paso y corrí el riesgo
de tropezar con el ridículo.
No llores. Déjame ayudarte. Le dije. Con
la confianza de mis veinte años.
Me miró intensamente, escondió las
tormentas detrás de una sonrisa llena de instintos y contestó: Es peligroso
intentar cubrir mis huellas, puedes perder la piel en un traspié.
Espero que mi pellejo sirva para otra cosa
que estar curtiéndose en esta calle de olvidos. Respondí.
Caminamos un trecho en silencio, Yo me
envolvía con su perfume y ella medía mis certezas. Finalmente se deshizo del
peso que la oprimía y dijo: Entrega este sobre, pero debes seguir exactamente,
en todos sus detalles, las instrucciones. El cumplimiento de la norma conduce
al éxito.
Memoricé la ruta, las direcciones, los
horarios, y con los bolsillos repletos de entusiasmo, inicié el recorrido al
otro extremo de la ciudad, con estricto cumplimiento de las indicaciones.
Sin temor tomé el primer autobús y me obsesionó la idea de perder el paquete
en ese tumulto, lo apreté con tanta fuerza que me dolieron los dedos.
Atravesé un mercado, allí descargaban los
camiones de frutas y verduras frescas sobre carretas improvisadas, empujadas por hombres con camisas abiertas
y el pecho desnudo pidiendo paso a los gritos.
Durante todo el trayecto pensé en esa
mujer sin nombre, imaginé cien encuentros diferentes y antes de llegar a mí
destino supe que no había cauterio
para esa herida.
Con el tiempo justo, al final de una calle
estrecha y empinada una puerta entreabierta me esperaba. Entré sin hacer ruido
y al colocar el sobre sobre la mesa, entre las sombras, una voz ronca y sin
rostro me indicó: Toma el dinero que está sobre la mesa, te lo ganaste. Tienes
otra encomienda.
A la mujer nunca más la volví a ver, por
ella me convertí en mensajero, quizás mensajero de la muerte, no lo sé, nunca
he abierto un sobre. Recuerdo el tono serio de sus palabras, un consejo, que
hoy se me antoja una amenaza velada: El cumplimiento de las reglas conduce al éxito.
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