Una obstinada justificación




Con la edad desaparecen los recuerdos y también las utopías: esas extravagantes ideas de victorias inauditas, de grandes conquistas,  de sublimes enfrentamientos contra sombras demoledoras, de batallas extenuantes contra emisarios malignos que obligan tareas titánicas.

Alguna vez pensé que mi nombre estaría  asociado al triunfo y estuve cerca de lograrlo, pero un detalle menor, una palabra ajena, un gesto equívoco espantó los triunfos y los llevó a espinosas fronteras inalcanzables y mi vida se convirtió en una fatigosa y agobiante rutina.

Mi sueño de éxito se extravió en una cadena interminable de derrotas. El peso del fracaso es el complemento inexacto que  acompaña mis pasos, esas piruetas inseguras dejan una huella difusa en la superficie. Finalmente, un día cualquiera, sin fecha grabada en la historia se borrará mi nombre junto con mis huesos en estos suburbios marginales, en este subterráneo donde decido refugiarme, en donde me escondo de la tiranía que me persigue y de la misericordia, esa actitud gratuita que  intenta disculpar mi falta de voluntad, mis continuos errores, y no deja ni un recuerdo útil a mi vida. Vida que hoy prefiero llevar con esta actitud recalcitrante, que utilizo como escudo y me precede, es una pose pasajera, una conducta estudiada que represento  bajo los signos de este guión que escribo y actualizo a diario, actúo en estos círculos oscuros a donde vine a parar en busca de olvido, olvido que me permitirá seguir vivo en una sociedad amparada en mentiras consecutivas, en la violencia permanente, en la indiscriminada diseminación de rencores y resentimientos.

Intento mirar mis actos en el turbio cristal de los recuerdos, descubrir mi imagen en el espejo convexo del tiempo. Mi figura ha sido deformada en esa distancia improbable y persisto en buscarla, es un  desesperado afán por encontrar una señal que me indique, en que momento crucé la línea y transformé mi posible futuro de éxitos en un presente de desgracias.

Hago este ejercicio de revisión obligado por las circunstancias, debo saber, necesito saber, si mi destino estaba marcado de antemano, lo forjé en el fuego de mi ignorancia, o quizás surgió de las brasas incandescentes de mi soberbia.

Desde los bigotes manchados de nicotina, con voz de trueno y dicción perfecta, mi padre se anticipó y me señaló el camino que me aguardaba desde la experiencia de quien ya lo anduvo y lo perdió todo, menos el juicio. Yo no quise escuchar sus palabras, la soberbia de los veinte años me hacía intocable, pero ahora, pasados los cincuenta, la edad obliga una revisión constante.

Desde el afecto repartido entre mis hermanos y con un conocimiento ancestral intuitivo, mi  madre nos alertó: Cada uno de nuestros actos, por mínimo que sea, levanta poderosas fuerzas ocultas y desata vendavales de consecuencias impredecibles. No nos vamos de este mundo sin pagar nuestras deudas,  deben cuidar su conducta.

Impulsado quizás por ese legado, por esta herencia que agradezco, me coloco invariablemente al lado del más débil, de aquel que  no tiene ninguna oportunidad, del indefenso. Jamás me verán apoyando al oportunista. Defiendo y defenderé los actos que considero justos, sin medir ventajas  ni consecuencias.

Un giro distinto se hace dueño de nuestra querida geografía, de esta tierra que limita con el sur del continente y también con el maravilloso mar Caribe. Las botas asfixian mucho más que los gases lacrimógenos. Se ha perdido la seguridad y la confianza en el Estado, en sus Instituciones. La ley es un instrumento flexible y caprichoso en manos del dictador, que castiga con rigor a inocentes. En las calles la siembra de odio se cultiva con pólvora y cenizas.

Mantengo mis convicciones y hago fila con los débiles. Un estudiante es arrastrado y golpeado salvajemente por uniformados a la orden del dictador, levanto la Constitución y recito de memoria un párrafo de los Derechos Humanos. Tomados  por sorpresa se detienen y me miran incrédulos, el muchacho escapa, yo grito: ¡Justicia! ¡Libertad! y corro con el demonio pegado a los talones. Pierdo el aliento, me fallan las piernas, pero consigo escapar entre los recovecos accidentados del barrio, que salen en mi auxilio.

Ese momento es captado por algunos celulares y mi imagen en pleno acto de rebeldía exigiendo justicia, se repite con terca insistencia a lo largo del día en todas las redes. Ese acto inconsciente, empujado por el impulso de mi educación familiar, rompe con el imperio del miedo que domina multitudes. Muchos copian la actitud, se quiebra el  silencio y ya no hay complicidad posible.  

Esa noche allanan mi casa y se la entregan a un patriota cooperante, que obtiene sin ningún esfuerzo todas mis pertenencias. Soy otro perseguido, uno más, de esta larga lista de enemigos del régimen, que crece en silencio con las horas y se hace innumerable.

En un acto sin testigos quemo mi carnet de identidad, dejo de ser ciudadano de esta tierra invadida por cubanos y me convierto en una sombra que no abandona las calles y que exige justicia y libertad.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Veintisiete apuntes desordenados

Descabelladas suposiciones descubren un enigma

02262024 -96-